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Como dijo Heráclito, el cambio es la naturaleza misma de la vida. Resistirse al cambio es resistirse a la vida. Sin embargo, diversas condiciones humanas suelen generar esa resistencia: la incertidumbre, la apatía, la falta de compromiso y, sobre todo, el miedo. Es un mecanismo de defensa del ser humano ante lo inesperado o desconocido. Su manifestación más clara es la de retraerse, aislarse y negarse a aceptar lo nuevo. Cada persona busca a su manera vivir libre de presiones, peligros y ansiedad. Quiere permanecer dentro de su zona de confort.
Este tema suele preocupar a los dueños y gerentes de las empresas por la resistencia de los empleados a la introducción de nuevos equipos o sistemas de trabajo. El fenómeno también se presenta en otros campos, como el de la política. En Colombia lo estamos viendo desde hace más de un año. Para frenar el cambio, quienes se beneficiaron en los gobiernos anteriores están utilizando todos los medios a su alcance para estimular y acentuar la resistencia de la población a cualquier propuesta de transformación.
Desde el comienzo del gobierno del cambio, todos los días escuchamos las voces de rechazo a las innovaciones que la nueva administración quiere introducir en el manejo del país. En la mayoría de los casos esas voces se levantan automáticamente, sin haber examinado a fondo las propuestas de cambio. Hay una oposición sistemática a todo lo que venga de la Casa de Nariño. Se reclama el diálogo, pero entre los que se resisten al cambio no se ve la disposición a conversar ni mucho menos a buscar acuerdos. Lo que presenciamos desde el 7 de agosto de 2022 es un diálogo nacional de sordos.
Por momentos nos da la impresión de que no vivimos en un país sino en dos países distintos y además enemigos, que se cruzan infundios, malentendidos, agresiones y revanchas en un combate sin fin con un costo enorme en vidas humanas, en esfuerzos desperdiciados y en malestar general. El origen de todo esto parece estar en el conflicto entre dos maneras de pensar y entender la vida y la política que nació desde el comienzo mismo de la república y causó nuestras guerras de religión, como bien pueden calificarse los reiterados y sangrientos enfrentamientos armados entre los herederos de la tradición colonial y los rebeldes discípulos de la Ilustración durante el primer siglo transcurrido después de la Independencia.
A lo largo de nuestra vida republicana han cambiado los nombres de los contendientes, pero la lucha sigue siendo la misma. Los partidos Liberal y Conservador fueron reducidos a su mínima expresión por el clientelismo y la corrupción, pero en el debate público continúan enfrentadas las ideas que defendieron en sus tiempos gloriosos. Ya no se exhibe con la misma pasión la fe católica que inflamaba en otras épocas a los defensores a ultranza del orden en su cruzada contra los masones y los liberales, pero una de las mitades del país sigue aferrada al pasado mientras la otra busca impulsarlo hacia el futuro. En medio de esta confrontación que no da muestras de que terminará algún día, sobrevive una sociedad en la que la mitad, por lo menos, de sus integrantes no disfrutan de los medios básicos para llevar una vida digna.
La forma en que se pronunciaron los electores en los comicios regionales indica que la oposición a las reformas propuestas por el presidente Gustavo Petro conquistó la opinión de gran parte de la población. De este modo, el ambicioso plan de gobierno del mandatario puede correr una suerte parecida a la Revolución en Marcha de Alfonso López Pumarejo durante la República Liberal y a la reforma agraria de Carlos Lleras Restrepo en los tiempos del Frente Nacional. Estos son los referentes obligados del cambio que Petro se comprometió a impulsar durante su victoriosa campaña presidencial. Como las dos tentativas reformistas que protagonizaron aquellos gobiernos liberales, la de Petro enfrenta la resistencia de quienes siempre se han opuesto a las iniciativas para modernizar la hoja de ruta de la sociedad colombiana. Todo indica que la tercera está lejos de ser la vencida.
