Ya vamos para ocho años en los que la obsesión de Donald Trump ha embobado al mundo y, según todo lo indica, corremos el riesgo de gastar otros cuatro y hasta ocho años más sin cambiar de tema. Sus retos y desplantes, sus gestos, su peinado, sus tuits, sus mentiras, sus líos con la justicia y sus rimbombantes apariciones en los medios siguen dominando la agenda noticiosa en todas partes. No hay por qué sorprenderse, pues es muy probable que este prototipo del “americano feo” vuelva a ganar el poder el año próximo y someta de nuevo al planeta a una pesadilla igual o peor que la de su mandato entre 2017 y 2021.
¿Cómo explicar que esté a las puertas de una nueva victoria electoral un personaje a quien la mayoría de los estadounidenses consideran “abusivo”, “caótico”, “errático”, “arrogante”, “inestable”, “corrupto”, “deshonesto”, “mezquino” y “amoral”, entre otras cosas, según los resultados de varias encuestas?
Sociólogos, politólogos, historiadores, científicos sociales, constitucionalistas y otros académicos e intelectuales se han devanado los sesos en Estados Unidos para buscar respuestas a este interrogante sin llegar a un resultado satisfactorio. Se han publicado centenares de libros y miles de artículos y ensayos para dilucidar este fenómeno sin que este haya dejado de ser el gran misterio de la política contemporánea en Estados Unidos y el mundo.
Trump no dejó en 2021 un legado que pudiera justificar su desastroso mandato, en el que rompió alianzas que su país había construido en décadas y quiso borrar todo lo bueno que habían hecho los gobiernos demócratas, incluyendo el de su antecesor, Barack Obama. Con sus discursos y acciones sembró una gran confusión entre los estadounidenses sobre lo que puede hacer un presidente, sobre la naturaleza del poder, sobre la propia historia nacional y sobre la misma realidad presente, a cuya verdadera naturaleza siempre enfrenta versiones “alternativas” abiertamente mentirosas. Sus sistemáticos ataques a las instituciones y las normas que son el fundamento de la democracia estadounidense han contribuido a mostrar la fragilidad de las mismas. Su desafío más atrevido fue desconocer el triunfo de Joe Biden en 2020 e intentar revertirlo mediante interferencias indebidas sobre las cuales cursan varias investigaciones en su contra.
Por otra parte, su lenguaje populista acrecentó la brecha entre las élites y la gran masa de los estadounidenses que se sienten excluidos de los beneficios que puede ofrecer la sociedad más rica del planeta y envalentonó a los más fanáticos de sus seguidores, cuya peligrosidad quedó demostrada cuando una turba enfurecida asaltó el Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021.
En vista de la nefasta experiencia que significó el paso de Trump por la Casa Blanca, es alarmante que su reelección esté planteada como una posibilidad real. La explicación de esta situación incomprensible, sin embargo, podría ser más sencilla de lo que parece. La mayoría de los textos relacionados con el personaje que han aparecido en forma de libros, ensayos o artículos de prensa muestran que el mundo cultural estadounidense no lo relaciona directamente con el racismo y se sigue resistiendo a encarar la verdad de ese lado oscuro de la historia de la Unión Americana. Peor aún, pretende ignorar que este sigue vivo en muchas partes de ese país. La supervivencia política de Trump se puede entender en buena parte por el uso abierto o subliminal de expresiones racistas en su lenguaje para satisfacer a una población que defiende la “supremacía” blanca. Haciendo una analogía con el famoso eslogan sobre la economía utilizado exitosamente en la campaña presidencial de Bill Clinton en 1992, sobre la causa de la popularidad de Trump podemos decir: ¡es el racismo, estúpido!