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En su columna dominical del 28 de enero pasado en El Espectador, Héctor Abad Faciolince utilizó el término populista para denigrar al presidente Gustavo Petro sin nombrarlo. Les asignó a los miembros de su gabinete el carácter de populistas y atribuyó a ese carácter las deficiencias que, según él, existen en casi todos los campos de la administración, desde las acciones encaminadas a apagar los incendios forestales y el impulso de las grandes reformas propuestas al Congreso hasta las políticas relacionadas con el cambio climático.
Siendo tan claras las ideas políticas que defiende Petro, en lugar de llamar populista a su gobierno lo que corresponde es llamarlo, sencillamente, gobierno popular. Es la forma castiza de designar a una administración que se ha puesto como meta favorecer a las masas de colombianos pobres, excluidos y marginados que, en el sentido más amplio de la palabra, constituyen el grueso del pueblo.
A semejanza de Salvador Allende hace más de medio siglo en Chile, Petro se ha comprometido a realizar los grandes cambios políticos, económicos y sociales que hacen falta para que Colombia enderece su rumbo hacia la meta de convertirse en una democracia auténtica.
Ni sus más acérrimos adversarios en la política colombiana pueden desconocer la legitimidad de su administración y la intención de realizar esos cambios, prometidos durante la campaña presidencial y puestos en marcha contra todos los obstáculos levantados por la oposición, la resistencia de muchos medios, el rechazo de los sectores que pueden resultar afectados por esos cambios y el de aquellos que se aferran a los privilegios otorgados durante décadas por un sistema político corrupto.
El adjetivo “populista”, utilizado reiteradamente por Abad Faciolince en su columna, suele ser empleado en un sentido peyorativo para aludir a los oponentes políticos, sean estos de derecha o de izquierda. Esta dualidad es una de las razones por las cuales el término genera confusiones. 150 años después de la aparición en la Rusia zarista del primer movimiento que se llamó a sí mismo “populista”, la definición del término sigue causando dolores de cabeza a quienes pretenden precisarla. El populismo original fue un movimiento estudiantil que buscó llevar a Rusia a la democracia con el lema “Ir al pueblo”. Fue el precursor de la revolución que acabaría después con el zarismo.
Es un adjetivo que se presta a imprecisiones porque se puede aplicar por igual a los políticos, movimientos y partidos situados en los extremos del espectro político y por lo tanto opuestos entre sí. Lo único que los identifica a todos es la pretensión de representar al “pueblo” y enfrentarlo a la “élite” considerada como la culpable de los males de la sociedad respectiva.
Por esto podemos hallar “populismos” de derecha y de izquierda en toda América Latina y en el planeta entero, incluyendo aquellas regiones del mundo que más se han identificado con la democracia, como Estados Unidos y Europa. Algunos han llegado a calificar de populista a la Constitución estadounidense por el simple hecho de que su preámbulo empieza con las palabras: “We the people of the United States” (“Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos”).
En la historia universal abundan los ejemplos de gobiernos que fueron considerados populistas, desde los de Andrew Jackson y Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos hasta los de Juan Domingo Perón en Argentina y Hugo Chávez en Venezuela, pasando por Getúlio Vargas en Brasil y las revoluciones mexicana y cubana. Puede decirse que hablando de populismo se encuentran ejemplos para todos los gustos.
Al calificarlo de esta manera, el columnista Abad puso a Petro en lo que muchos pueden considerar como una buena compañía y otros, en cambio, como una muy mala. El simple uso del término no es suficiente para identificar las tendencias o las realizaciones de un gobierno y Abad Faciolince lo debe saber.
