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Gustavo Petro no sólo derrotó a las fuerzas tradicionales de la política colombiana sino, sobre todo, al miedo. Su victoria fue obtenida contra un viento y una marea de mentiras, amenazas y ataques desatados por sus adversarios para sembrar temores infundados en la población valiéndose de todos los medios imaginables, desde la difusión de historias inventadas en las redes sociales hasta la diseminación de falsos rumores callejeros.
Conozco el efecto pernicioso que la campaña antipetrista produjo en gentes humildes, como el trabajador que cuida los jardines en mi barrio y los vigilantes que nos proporcionan seguridad en una ciudad como Bogotá, que parece haber sido tomada por el crimen. Hablo con ellos todos los días y me consta que llegaron a abrigar el temor genuino de que un gobierno de Petro los despojara de sus pensiones y hasta de sus modestas viviendas, como les quisieron hacer creer los que propagaron especies tan deleznables como estas para impedir la llegada del primer gobierno de izquierda que se va a constituir en Colombia gracias a la voluntad popular.
Cuando se vio que el malestar social generado por la pobreza, la desigualdad y la injusticia imperantes en el país hacía incontenible el avance de Petro hacia el poder, los defensores del statu quo no ahorraron esfuerzos ni dinero para envenenar el ambiente con sus métodos inquisitoriales. Con tácticas tan despreciables lograron progresar hasta tener el triunfo casi al alcance de la mano. Pero, finalmente, fue suficiente el número de ciudadanos que abrieron los ojos a la realidad.
En el alma de los colombianos tiene que estar grabada, así sea subconscientemente, la sucesión de fracasos que registra la historia del país en el camino de superar el atraso, eliminar el racismo y la discriminación, y conquistar el logro de construir una verdadera democracia. Los cien años de soledad con los que García Márquez simbolizó la tragedia nacional no solo fueron literalmente ciertos, sino ampliamente excedidos por la vida real. Sobran los dedos de una mano para contar los casos en que se pudo constituir en nuestra historia un verdadero gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, como fue definido en la feliz frase de Lincoln.
El de Petro será el primero de nítido carácter izquierdista, alejado de los partidos tradicionales ligados al establecimiento y con una agenda económica crítica del modelo capitalista neoliberal que impera desde hace largo tiempo en el país. Una y otra vez las corrientes progresistas representadas en el viejo Partido Liberal fueron derrotadas en la arena política y en los campos de batalla durante el siglo XIX y principios del siglo XX, con las excepciones del gobierno de José Hilario López y el corto período del Olimpo Radical en el primero, y en el segundo, la llegada de aquel partido al poder en 1930 y su breve resurrección en 1986. Sobresalen en esa última etapa histórica el gobierno de Alfonso López Pumarejo, autor de la Revolución en Marcha que tantas semillas democráticas sembró en el territorio nacional, solo para verlas destruidas años después por la hegemonía conservadora y la dictadura militar, y el de Virgilio Barco Vargas, que restauró la democracia plena medio siglo después con un régimen de partido y su correspondiente oposición.
Desde entonces y hasta hoy no se repitió un experimento semejante. El que estuvo más cerca de cristalizar fue abortado brutalmente con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. De ahí la enorme responsabilidad de Petro y su vicepresidenta, Francia Márquez, en quienes reposa la esperanza de millones que sufren la pobreza y hasta el hambre. Muchos de ellos votaron por los candidatos del Pacto Histórico y otros no lo hicieron porque hasta ellos no llegó el mensaje que despejara las dudas y desbaratara los infundios. Pero, al final, perdió el miedo.
