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Más de una vez durante su mandato presidencial, Alfonso López Michelsen se quejó hace medio siglo de que los mandos medios de la administración eran una barrera que no lo dejaba gobernar. Según él, las órdenes ejecutivas tropezaban frecuentemente con obstáculos burocráticos levantados de buena o mala fe por aquellos medios. En su tiempo muchos pensaron que estaba exagerando o utilizando un pretexto para justificar el lento avance de algunos de sus programas de gobierno.
Medio siglo después, el presidente Gustavo Petro está haciendo una denuncia parecida al decir que el acuerdo de paz con las FARC no está funcionando porque el Estado colombiano no quiere cumplirlo. Petro afirma que en ninguno de los grandes ejes del acuerdo (la reforma agraria, la transformación del territorio y la verdad judicial) se ha podido avanzar porque las entidades del Estado responsables de adoptar las medidas necesarias en cada caso están incumpliendo su obligación.
Al igual que López Michelsen, Petro está tropezando con la dictadura de los mandos medios que pueden impedir el cumplimiento de las órdenes del Ejecutivo esgrimiendo normas antiguas y en desuso o acudiendo a otros recursos para alegar que dichas órdenes no se pueden ejecutar. En opinión de Petro, esta situación demuestra la falta de voluntad política en ciertas instancias del Estado para dar cumplimiento a lo que el gobierno de Juan Manuel Santos pactó en nombre del mismo Estado.
Los análisis realizados por varias instituciones, incluyendo a las Naciones Unidas, indican que en los cuatro años de la administración que presidió Iván Duque no se avanzó casi nada en el cumplimiento de los compromisos adquiridos en el acuerdo con las FARC, y aunque en el gobierno de Petro se han logrado algunos avances, como la creación de la jurisdicción agraria, muchos de los compromisos no han salido del papel. La explicación se encuentra en la reiterada denuncia del presidente sobre las talanqueras de los mandos medios que impiden su cumplimiento.
Si a esto se agrega el asesinato de más de cuatrocientos excombatientes de las FARC que firmaron la paz, el panorama no es nada halagüeño para quienes esperamos que en Colombia se logre aclimatar una verdadera paz. Lo más sorprendente es que a pesar de esto la mayoría de los excombatientes no se han desmoralizado y siguen comprometidos con lo que firmaron.
La triste realidad es que esta situación no constituye una novedad en la historia de Colombia. Desde los primeros tiempos de la República, los conflictos que ensangrentaron al país y concluyeron con acuerdos de paz fueron seguidos casi siempre por venganzas y retaliaciones dirigidas contra los firmantes de esos acuerdos. Así pasó con Rafael Uribe Uribe, uno de los jefes liberales en la Guerra de los Mil Días, asesinado en 1914 frente al Capitolio nacional; con el general Justo L. Durán, otro de los jefes liberales en la misma guerra, quien corrió igual suerte en 1924 a pesar de haber demostrado su fidelidad al acuerdo de paz que puso fin a la contienda; con el guerrillero liberal Guadalupe Salcedo, traicionado y asesinado por agentes del gobierno en 1957, después de firmar la paz y entregar las armas; y con Carlos Pizarro Leongómez, el jefe del M-19 asesinado en 1990 después de firmar la paz con el gobierno de Virgilio Barco.
Lo que estamos presenciando ahora es la repetición de una secuela de venganzas alentadas por los “enemigos agazapados de la paz”, como Otto Morales Benítez llamó en 1983 a quienes boicoteaban los esfuerzos de pacificación del presidente Belisario Betancur y que, según el mismo Morales Benítez, estaban “por dentro y por fuera” del gobierno. Más de cuatro décadas después, la paz sigue teniendo enemigos agazapados por fuera y por dentro del Estado. Son una maldición y una dictadura que continúa imponiéndose por encima de la voluntad de la mayoría de los colombianos que queremos vivir en paz.
