Saltaron a la arena como los gladiadores romanos. Se trenzaron en un combate implacable en el que nadie pedía ni daba cuartel. Las acusaciones iban y venían en una sucesión interminable de diatribas. Era un altisonante diálogo de sordos a muchas voces, más propio de una gallera que del recinto donde se hacen las leyes.
Este fue el espectáculo que ofrecieron los participantes en los últimos debates de control político realizados en el Senado de Colombia durante el período legislativo que terminó el mes pasado; el primero al director Nacional de Inteligencia y el segundo a tres ministros, el comandante del Ejército, el director de la Policía y otros altos funcionarios para tratar el tema de la seguridad en el país. Más que exámenes de las actividades de la inteligencia, los ministerios o la fuerza pública, fueron dos confrontaciones entre los defensores del Gobierno de Gustavo Petro y los miembros de la oposición que no podían arrojar ninguna conclusión porque cada cual jugó su papel sin tener en cuenta a los demás.
Los debates fueron citados por la oposición, que reclamó respuestas acerca de la eterna sospecha de los políticos sobre las “chuzadas” de sus teléfonos y sobre el aumento de la violencia en varios departamentos. Pero, como suele suceder en el Capitolio, lo que menos parecía interesar a los protagonistas de la discusión eran las respuestas de los funcionarios citados cuando les llegó el turno de hablar.
Los intercambios de acusaciones en ambos casos fueron muy parecidos al que se produce cuando dos colombianos de orillas políticas distintas confrontan sus respectivas versiones de la historia nacional. Ya vimos cómo el esfuerzo de la Comisión de la Verdad que presidió Francisco de Roux, con el fin de precisar esa historia con algo de verosimilitud, se estrelló contra las visiones encontradas que prevalecen entre la mayoría de los colombianos que todavía no nos ponemos de acuerdo ni siquiera sobre un hecho tan protuberante como el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán.
Sobre la Conquista y la Colonia parece existir un consenso en términos generales –aunque no faltan quienes defienden las tesis españolas–, pero no sobre la historia republicana y en particular sobre el lapso que convinimos en llamar el de “la Violencia” con mayúscula. El pensamiento de las dos vertientes ideológicas opuestas que construyeron el andamiaje republicano, se turnaron por más de un siglo en el poder y lo compartieron transitoriamente durante el Frente Nacional, sigue imperando en la mentalidad de la mayoría de los compatriotas. Las organizaciones que pugnan hoy en la arena política tienen nuevos nombres, pero siguen siendo liberales y conservadoras. Continúan aferradas a las dos versiones antagónicas sobre lo que vivió Colombia durante el siglo XX y lo que sigue viviendo ahora.
Si los intentos que se han realizado en el mundo académico por sintetizar esas versiones en una narración aceptable para todos han sido inútiles hasta ahora, es fácil apreciar la magnitud de la tarea que implicará resumir nuestra historia en una narrativa común y accesible para el ciudadano de a pie. Así como conservamos la huella de la educación católica que nos marcó a casi todos, también subsisten las visiones encontradas sobre la historia nacional y sus protagonistas sostenidas por los dos bandos en que se dividió el país desde su independencia.
No es extraño, por esto, que debates como los aludidos atrás no conduzcan a parte alguna, pero al menos deben servir para recordarnos que aún nos falta mucho para consolidar una idea de país que pueda ser compartida por todos. Harán falta muchos esfuerzos de historiadores, sociólogos, científicos sociales, intelectuales y políticos (sí, también políticos) para alcanzar el punto en el que podamos identificarnos todos. Mientras no lo consigamos, esta patria colombiana seguirá siendo una colcha de retazos mal remendados con un baño de sangre como telón de fondo.