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La mala hora de Bogotá


Leopoldo Villar Borda

29 de septiembre de 2024 - 12:05 a. m.

La angustiosa situación de Bogotá por la falta de agua y la amenaza adicional de un suministro insuficiente de energía eléctrica ponen en evidencia la incapacidad de las instituciones capitalinas para atender las necesidades de una población que crece a una velocidad superior a todos los cálculos.

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Quienes vivimos en Bogotá sabemos que nos espera un racionamiento cada día más severo en el suministro de esos servicios esenciales. La inevitable llegada de las medidas restrictivas es motivo suficiente de preocupación para los capitalinos, pero los árboles del racionamiento no nos deben impedir que veamos el bosque de la crisis de fondo g que se está gestando en la ciudad y que más pronto de lo que imaginamos amenazará la convivencia en Bogotá. Lo que está en juego es un modelo equivocado de urbanización que reclama profundos cambios para evitar calamidades aún mayores.

Bogotá está sufriendo desde hace años los efectos de lo que algunos expertos en planificación en el mundo califican de ‘extractivismo urbano’, consistente en un proceso de urbanización que produce los efectos nocivos del modelo de explotación de recursos naturales como el petróleo para la salud humana y el medio ambiente, los cuales han sido ampliamente documentados.

En la ciudad no son los terratenientes ni las petroleras quienes causan el creciente deterioro de la naturaleza y sus efectos adversos para el bienestar de la población, sino los especuladores inmobiliarios que expulsan poblaciones, concentran riquezas, se apropian de lo público y causan daños ambientales que agudizan la degradación social. Esto no solo es en la ciudad, también en el amplio espacio de la sabana, que hace tiempo se convirtió en apetitoso objetivo de los urbanizadores sin corazón. Casi todos los barrios tradicionales de la capital perdieron su identidad y muchos de los nuevos nunca la tuvieron porque en su mayoría fueron el resultado de invasiones toleradas por las autoridades y en muchos casos provocadas por hábiles operadores políticos. Los habitantes dejaron de participar en las decisiones de planeamiento urbano o nunca lo hicieron, mientras avanzaba la mercantilización de los terrenos y las viviendas, convertidos en bienes de cambio en lugar de bienes de uso. Para mayor agravante, el sistema de los estratos agudizó la desigualdad entre los sectores ricos y pobres de la ciudad, lo cual generó un círculo vicioso que impide a los pobladores de menores recursos aspirar a una mejora de su precaria situación. Esto sin hablar de los habitantes de calle, que soportan las peores condiciones de vida en una ciudad que los ignora en lugar de atenderlos.

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Todos estos males aumentarán como resultado de los traumáticos trabajos que se adelantan para la construcción del metro, que auguran una década de mayores obstáculos para la movilización de los millones de personas que deben acudir diariamente a sus lugares de estudio y de trabajo en medio del caos que impera en los sistemas de transporte.

La crisis de Bogotá no es un fenómeno aislado en la región latinoamericana, donde ya existen ciudades donde la vida se está haciendo imposible como Sao Paulo, Ciudad de México y Buenos Aires. Estos son, precisamente, los ejemplos muy dicientes de lo que se debe evitar para que la capital colombiana no llegue a una situación tan insostenible como la de aquellas urbes. Las nubes oscuras que se vislumbran en el horizonte bogotano exigen de las autoridades y de todos los que estén en condiciones de aportar a la solución de la crisis acciones prontas y eficaces para enfrentarla. Esta es una obligación que trasciende mandatos, filiaciones partidistas y simpatías o antipatías políticas. Es un deber ciudadano que ninguno de los habitantes de la ciudad se puede dar el lujo de ignorar porque, como reza un eslogan de la actual alcaldía, Bogotá es la casa de todos.

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Por Leopoldo Villar Borda

Periodista y corresponsal en Europa
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