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La manía del secreto

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Leopoldo Villar Borda
05 de febrero de 2023 - 02:05 a. m.
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Los documentos secretos hallados en la residencia familiar del presidente Joe Biden, los que previamente fueron encontrados en la mansión de Donald Trump, en Florida, y los que luego aparecieron en la casa de Mike Pence (vicepresidente de Trump) son las nuevas armas de los demócratas y republicanos para bombardearse mutuamente en la guerra política que libran con miras a las elecciones presidenciales del año próximo en Estados Unidos.

Es imposible pronosticar el resultado de esta batalla, que evidencia la obsesión por el secreto que prevalece en los círculos oficiales de la unión americana. La clasificación de documentos como “top secret” es una manía tan arraigada allí que ni leyes ni órdenes ejecutivas han sido suficientes para reducir la cantidad de información que se oculta.

El tema de los documentos “clasificados” entraña un dilema que se ventila desde hace muchos años en Estados Unidos: el de si la preocupación por la seguridad nacional debe pesar más que el compromiso de transparencia del Gobierno frente a los ciudadanos, que implica mantenerlos informados sobre las actividades oficiales. Este dilema pareció resuelto hace 12 años por una ley a favor de la transparencia, promulgada por el presidente Barack Obama, pero la realidad de lo ocurrido desde entonces muestra que su objetivo está lejos de ser alcanzado.

La ley, firmada por Obama en octubre de 2010 tras su aprobación con apoyo bipartidista, buscó reducir la clasificación de documentos oficiales y puso en pie de igualdad la protección de información relacionada con la seguridad nacional con el compromiso de ejercer el gobierno con transparencia, por lo cual señaló como un pilar de la democracia mantener a la ciudadanía informada de las actividades oficiales. Otra ley promulgada en 1978, como reacción a la conducta de Richard Nixon años antes, al intentar la destrucción de evidencias en su contra, consagró la obligación de los presidentes de entregar los documentos oficiales al Archivo Nacional al terminar su mandato.

La decisión de reducir la “clasificación” consagrada en la ley de 2010 se basó en consideraciones de mucho peso, como las que consignó en su informe final la comisión que investigó los ataques terroristas sufridos por Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, al decir que el celo excesivo del Gobierno por mantener información secreta contribuyó a las fallas que impidieron a las agencias oficiales prevenir esos ataques. Pero ni siquiera este argumento sirvió para eliminar la obsesión estadounidense por el secreto. Una muestra de esto es que más de un millón de ciudadanos de ese país están sometidos a pruebas especiales de seguridad para acceder a sus funciones en cargos en la Casa Blanca, el Departamento de Estado, los organismos de inteligencia, las dependencias militares y judiciales, las comisiones del Congreso y otras entidades del Estado.

Otra muestra es el hecho de que más de 4.000 documentos relacionados con el asesinato del presidente John F. Kennedy siguen siendo secretos casi 60 años después del crimen. Según pronunciamientos oficiales del Archivo Nacional de Washington, que guarda esos documentos, su revelación podría causar perjuicios a organismos militares, de defensa y de inteligencia, así como a los encargados de manejar las relaciones internacionales. No es posible saber qué tan justificada es esa preocupación, que ha motivado siempre a los gobiernos para ocultar información sensible cuyo conocimiento por parte de potenciales enemigos podría entrañar peligros para su seguridad. El secreto y su contrapartida, el espionaje, son desde la antigüedad parte de la conducta de los Estados, sobre todo cuando son muy poderosos, así como de quienes pugnan por dirigirlos y consideran necesario protegerse de potenciales rivales. Son los ingredientes infaltables en las guerras entre facciones y países que la humanidad está condenada a sufrir para siempre.

Leopoldo Villar Borda

Por Leopoldo Villar Borda

Periodista y corresponsal en Europa
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