Todas las comparaciones son odiosas, pero nunca sobra reflexionar sobre la propia situación antes de criticar a otros. Esto sucede entre las personas, pero también entre los países. En Colombia, por ejemplo, es usual mirar con desdén lo que ocurre en Venezuela y, particularmente, criticar a su gobierno, sin advertir que muchas de las cosas que se reprochan al vecino también ocurren aquí.
Con motivo de las recientes elecciones venezolanas se señaló como una mancha el alto grado de abstención (cercano al 60 %), cuando en Colombia se registran desde hace mucho tiempo cifras parecidas de baja participación electoral. El promedio histórico en nuestro caso ha fluctuado entre el 50 y el 60 % en las elecciones regionales y municipales, como las celebradas en Venezuela el 21 de noviembre pasado.
Las razones de este fenómeno también son muy parecidas. En ambos países hay una mezcla de cansancio por la lucha diaria cada vez más dura para sobrevivir, de frustración ante el escandaloso espectáculo de corrupción que ofrecen los gobernantes y de desconfianza en la posibilidad de que la situación pueda cambiar después de las elecciones.
En el caso venezolano se ha criticado también el uso de los recursos del Estado para favorecer a los candidatos del gobierno y el acceso desigual de gobiernistas y opositores a los medios de comunicación. Sobre lo primero no es posible absolver al Estado colombiano, como lo prueba el empeño del Gobierno por suspender las garantías sobre la contratación pública en la época preelectoral. Sobre lo segundo no hay punto de comparación, porque aquí no está en discusión la libertad de prensa, pero esto no significa que los medios estén libres de presiones oficiales ejercidas subrepticiamente o mediante el uso discrecional de la publicidad gubernamental.
Se habla mucho de la desconexión del gobierno de Nicolás Maduro con un sector de la población venezolana representado por los antichavistas que están en el exilio y los que viven en Venezuela, pero se niegan a participar en el proceso político. En Colombia no hay partidos o grupos políticos excluidos, pero sectores considerables de la población viven al margen de los beneficios que supuestamente ofrece una democracia, porque carecen de servicios públicos, de seguridad social y, sobre todo, de oportunidades de estudio y empleo. De hecho, sabemos que la mitad del país vive del rebusque.
En las miradas que se suelen echar desde aquí sobre Venezuela es común, por otra parte, ignorar los factores positivos. Por ejemplo, las diferencias, que fueron varias, entre las últimas elecciones y los cuestionados procesos electorales anteriores. Entre esas diferencias, identificadas por los observadores electorales enviados por la Unión Europea y el Centro Carter, estuvo el correcto comportamiento del Consejo Nacional Electoral, integrado con participación de miembros independientes, durante la campaña y en la etapa del escrutinio.
Pero tal vez el hecho más significativo de los últimos comicios fue el regreso de la mayoría de los partidos de la oposición al proceso electoral. Solo una minoría de los adversarios del chavismo prefirió seguir manteniéndose al margen, con lo cual lo único que consiguió fue facilitar el amplio triunfo del oficialismo en casi todo el país. Ese sector sigue empeñado en ignorar —como los caballos a los que se les ponen anteojeras para que no miren a los lados— la evolución favorable del clima político que ha tenido lugar en los últimos meses.
Todo esto es relevante para analizar con ecuanimidad lo que está pasando en Venezuela. A los que se niegan a verlo y se aferran a la crítica sistemática se les puede recordar la frase bíblica: “¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?”.