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Se cuentan por miles. Los pocos hospitales que aún funcionan, las organizaciones de voluntarios y los funcionarios que todavía no han caído bajo las bombas de Israel no dan abasto para atenderlos. Muchos están heridos, todos están aterrorizados y lloran desconsolados la muerte de sus padres. Son los huérfanos que está dejando la ofensiva militar de Israel contra el pueblo palestino, al que los agresores están empeñados en desaparecer de la faz de la tierra.
Las imágenes que nos llegan de Gaza son suficientes para acusar a Israel de cometer una serie incontable de crímenes contra la humanidad. Son más que suficientes para justificar las protestas que cobran fuerza en el mundo entero y las acciones de algunos gobiernos para hacer sentir su rechazo al holocausto palestino, como la que adoptó el presidente Gustavo Petro al ordenar la suspensión de la venta de carbón a Israel.
Quienes protestan, con razón, por los traumas que sufren los hijos de los presos políticos en Nicaragua y Venezuela, deberían hacerlo con más fuerza contra los bombardeos indiscriminados del ejército israelí en Gaza que han causado la orfandad de tantos niños. Esta es, posiblemente, la cara más dramática de la destrucción desatada por las fuerzas israelíes en venganza por el ataque de Hamás el 7 de octubre pasado, a la que no han escapado hombres, mujeres, niños y bebés, así como hospitales, escuelas, farmacias, viviendas y carreteras. El número de muertos es incalculable, pero los organismos humanitarios estiman que sobrepasa los cincuenta mil. Los heridos son más de cien mil. Los desplazados superan los dos millones. Es una catástrofe que solo puede ser comparada con las que ocasionó la Segunda Guerra Mundial.
Los bombardeos y los ataques terrestres del ejército israelí contra la población civil palestina configuran una serie de crímenes de guerra que Amnistía Internacional y otras organizaciones defensoras de los derechos humanos están documentando, pero que seguramente ningún tribunal alcanzará a ventilar, incluida la Corte Penal Internacional. Dicho en otras palabras, son crímenes que quedarán impunes, como han quedado las numerosas violaciones del derecho internacional cometidas por Israel contra la población palestina y su desprecio por las resoluciones de la Asamblea General y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, así como por las sentencias y opiniones de la Corte Internacional de Justicia, todas ellas dictadas de conformidad con la carta de la Organización mundial, exigiéndole el cumplimiento del mandato original de 1947 que dispuso la partición de Palestina en un estado judío, un estado árabe y una zona bajo régimen internacional especial. Ese mandato, cuestionado desde su origen por diversos países, generó más conflictos que el que pretendió resolver, como lo advirtió entonces con clarividencia el presidente de la delegación de Colombia en la ONU, Alfonso López Pumarejo. Además, se estrelló con el empeño israelí de desconocerlo y ocupar el territorio asignado a los palestinos.
La relatora de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en el territorio palestino ocupado, Francesca Albanese, ya denunció que las acciones de Israel configuran el delito de genocidio, como antes lo habían afirmado otras autoridades y gobiernos, entre ellos el Gobierno de Colombia.
Lo peor es que todos estos crímenes han sido perpetrados en el territorio propio de los palestinos, que sufren la violencia en sus propios hogares. ¿Cuántos países soportarían una agresión semejante en su territorio? ¿Cuántos estarían dispuestos a aceptar que un poder extranjero arrase con su gente y con sus bienes? Las obvias respuestas a estos interrogantes ponen al descubierto la hipocresía de la comunidad internacional, que clama contra el fraude en la elección presidencial venezolana, pero guarda silencio frente al holocausto palestino.
