La reciente condena Alex Jones, el creador de un canal digital estadounidense dedicado a difundir mentiras, marcó un precedente que merece ser considerado con atención por los tribunales de justicia y la prensa libre del mundo entero.
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Más que por la magnitud del castigo, que lo obliga a pagar indemnizaciones por US$965 millones, la decisión de un jurado de Connecticut que encontró a Jones culpable de desinformar en materia grave a sus millones de seguidores fue un paso de mucha trascendencia porque puso freno a una de las tendencias más perturbadoras en la vida pública de Estados Unidos, contagiada a muchos otros países, incluyendo a Colombia: la de decir mentiras en los medios de comunicación y lucrarse mediante esa práctica.
Jones es un activista de la ultraderecha y, además, un hábil negociante. Está dedicado a transmitir “versiones alternativas” de los hechos de mayor impacto social, como las masacres que ocurren con frecuencia en Estados Unidos, y con este sistema ha ganado una enorme audiencia que traga entero su discurso y se concentra en los sectores más conservadores de su país.
Para llevar a cabo su tarea fundó un sitio en internet cuyo nombre (Info Wars) resume su propósito: librar la guerra de las noticias en la que él cumple la parte más perversa, consistente en negar la realidad y atribuir las noticias verdaderas a una conspiración de los enemigos de la derecha. Así lo hizo con la masacre en la escuela Sandy Hook de Newtown (Connecticut) en 2012, en la que fueron asesinados 20 niños y seis de sus cuidadores. El mismo día de la tragedia comenzó a difundir la mentira de que la matanza era un invento fabricado por los que buscan que el Gobierno prohíba la venta de armas y afirmó que los padres de los niños no eran tales sino actores contratados para desempeñar ese papel. Demandado por los familiares de las víctimas, se enfrentó a ellos en los tribunales y logró prolongar el juicio durante una década.
Jones duró todo ese tiempo difundiendo la mentira, que sus seguidores en la red, fanáticos como él, acogieron sin vacilar. Esto le dio una gran popularidad a su compañía, gracias a lo cual ganó cientos de millones de dólares en publicidad. El fenómeno adquirió tal magnitud que los familiares de las víctimas se vieron sometidos a amenazas y algunos tuvieron que abandonar a Newtown como el lugar de su residencia. Pero, finalmente, la pesadilla terminó y el mentiroso recibió su merecido.
De esta historia se desprende más de una moraleja, pues el parecido con situaciones ocurridas en otros países, incluyendo al nuestro, no son pura coincidencia. Aquí también hay practicantes del negacionismo, como los que todavía se resisten a admitir verdades tan de a puño como los falsos positivos y la existencia del conflicto armado que sufrimos desde hace más de medio siglo.
La verdad fue la primera víctima de ese conflicto, como lo ha sido en todas las guerras, y su recuperación sigue siendo una tarea pendiente, como lo demuestra la negación de una parte de la sociedad colombiana a admitir el valor del trabajo realizado por la Comisión de la Verdad.
Como lo expresó la profesora Diana Marcela Gómez Correal en un trabajo publicado por el CIDER de la Universidad de los Andes: “La exigencia de la verdad no es un capricho de las víctimas. No es un obstáculo para la construcción de paz. Es un componente básico, mínimo, para desatar los múltiples nudos que las violencias, no solo la armada, han atado por décadas y siglos en Colombia. La invitación de quienes demandan verdad es poder conocer qué ocurrió y, más allá de eso, por qué pasó y quiénes son los responsables”.
Ojalá aquí pudiéramos alcanzar ese objetivo con la claridad con la que el jurado de Connecticut estableció la verdad sobre la masacre de Sandy Hook. Un buen comienzo sería que todos apreciáramos como es debido las conclusiones de la Comisión que presidió Francisco de Roux.