Hace tiempo que los ambientalistas, los líderes de las comunidades indígenas y campesinas y otros colombianos preocupados por la preservación de nuestras riquezas naturales están alertando al país sobre las actividades criminales que están devastando la selva amazónica y sobre las consecuencias de esta tragedia ambiental.
La destrucción de la naturaleza en la región más rica y exuberante de Colombia no solo conlleva la extinción de especies de plantas y animales y el deterioro del suelo, sino la alteración del sistema hidrológico de América del Sur y del ciclo mundial del carbono, dos procesos claves relacionados con el cambio climático.
Esto debería ser suficiente para generar una reacción nacional en defensa del territorio vulnerado, que además es un bien público. No se trata solamente de la invasión abusiva de grandes extensiones de tierras baldías, el arrasamiento de los bosques y la alteración del uso de los suelos, sino de algo más grave que hay detrás y sirve de soporte a todos esos atropellos: la aparición en nuestra Amazonia de un Estado paralelo, un para-Estado que está consolidando su poder económico, político y social sobre buena parte de esa reserva natural en la que ejerce un control casi absoluto e impone su ley con las armas y el dinero.
La complicidad o al menos la indiferencia de muchas autoridades ha facilitado el crecimiento del cáncer que está carcomiendo esa privilegiada región a la vista de todos. Esfuerzos encomiables en su defensa, como los de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible, que dirige Rodrigo Botero, han sido insuficientes para frenar su enorme poder destructivo, que si no es enfrentado con decisión por el Estado puede poner en peligro la viabilidad misma de la nación.
Hasta ahora la respuesta del Gobierno ha sido la de enviar al Ejército en acciones como la Operación Artemisa, desplegada en Caquetá, Guaviare y Meta con escasos resultados, como lo documentó El Espectador en un amplio informe publicado el 9 de abril pasado. Esta publicación dejó en claro que las acciones militares fueron dirigidas principalmente contra las comunidades indígenas y en ellas se cometieron abusos, además de que tuvieron pobres resultados en cuanto a la recuperación de las áreas deforestadas.
Los dueños del poder en Colombia viven más preocupados por la economía y la mecánica política que por la defensa de nuestras riquezas naturales, con mayor razón en estos tiempos electorales. Por estar mirando los árboles no ven el bosque de la gigantesca tragedia ambiental, social y cultural que avanza en la selva amazónica y adquiere cada día con más fuerza el carácter de un quiebre estructural del país.
Para hacer frente al desafío del para-Estado amazónico no solo será necesaria la intervención de la Fuerza Pública, sino apoyar a las organizaciones indígenas y campesinas, que conocen la selva mejor que nadie y sienten la necesidad de conservarla, así como la adopción de normas legales que otorguen a esas organizaciones el reconocimiento y las herramientas necesarias para asumir la administración de los bosques.
Hace 35 años nuestro país dio un gran paso para la defensa de la región amazónica y de los pueblos nativos que la habitan, cuando el presidente Virgilio Barco les entregó los seis millones de hectáreas del Predio Putumayo, convertido en el mayor resguardo indígena de la nación. En el tiempo transcurrido desde entonces la desidia de las autoridades permitió que la selva fuera invadida y destruida. La barbarie que José Eustasio Rivera denunció hace un siglo en su célebre novela se queda corta ante la desatada por los nuevos invasores de la Amazonía. Uno de los grandes desafíos que deberá enfrentar el presidente que elegiremos este mes será el de rescatar ese tesoro natural, que ocupa la mitad de nuestra geografía y donde ya es tiempo de restaurar la soberanía nacional.