En un país con tan frágil memoria como el nuestro, resulta especialmente ofensivo que las autoridades no solo abdiquen su obligación de rememorar la historia, sino que atenten contra los monumentos que la recuerdan. Esto es lo que está ocurriendo con la extraordinaria obra de arte que Beatriz González realizó en memoria de los caídos en el conflicto armado colombiano en el Cementerio Central de Bogotá, que parece condenada a sufrir toda clase de atropellos de quienes tienen el deber de protegerla.
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Primero fue objeto de la hostilidad del entonces alcalde Enrique Peñalosa, quien pretendió destruirla y reemplazarla con un espacio para hacer deporte, pero no consiguió su propósito gracias a la reacción que su intento provocó en los medios artísticos y en la sociedad bogotana en general. De aquella bárbara iniciativa se salvaron las 8.957 serigrafías que cubren los nichos donde antes reposaron los restos de otros tantos muertos.
Las serigrafías fueron elaboradas por la artista sobre láminas de polipropileno y adecuadas al tamaño variable de cada nicho. Estas reproducen imágenes fotográficas tomadas de la prensa nacional. Muestran, en negro sobre blanco, las siluetas de hombres cargando cadáveres de víctimas desconocidas de nuestras guerras. El conjunto constituye el mayor monumento que se ha levantado en el país a los centenares de miles de caídos en las confrontaciones armadas, que duran ya casi un siglo.
Fue una suerte que Peñalosa no consiguiera acabar con esta obra, reconocida internacionalmente y declarada en 2019 Bien de Interés Cultural Nacional por el Ministerio de Cultura. Pero, para vergüenza de la ciudad y del país, lo que aquel no pudo lo está haciendo la administración de Claudia López, de quien se podría esperar una actitud distinta si se considera su proclamado respeto por la historia y su pregonada solidaridad con las víctimas de nuestros conflictos. Es vergonzoso el estado en que se encuentra esta obra monumental, instalada en cuatro de las galerías o columbarios originales del cementerio que fueron destinados a este fin gracias al respaldo que Antanas Mockus dio al proyecto en 2001.
Por cambios administrativos en las instituciones distritales la obra quedó huérfana, como parece estarlo de nuevo ahora. Da tristeza ver que las estructuras de los columbarios se encuentran deterioradas y con señales de descuido tan visibles como la falta de pintura. En las zonas verdes a su alrededor no han podado la hierba en mucho tiempo, a semejanza de lo que pasó en la segunda administración de Peñalosa, cuando se dejó deliberadamente de cuidar el monumento. ¿Cómo entender que esto suceda bajo el mando de Claudia López?
Lo que se salvó de la pica y la pala —que simbolizan el “progreso” para la mentalidad neoliberal que se impuso en la administración de Bogotá en años de ingrata recordación— se encuentra ahora amenazado por la desidia o la ineptitud burocráticas, tan dañinas como los buldóceres que tanto gustaba emplear el alcalde de otros tiempos. Muy triste ver en lo que se han convertido el monumento y el tesoro artístico que contiene, realizado para invitar a los colombianos a no olvidar la tragedia que todavía estamos viviendo.
¡Qué contraste con el esmero con el que se mantienen los monumentos destinados a fines parecidos en otras partes del mundo, como el erigido en Berlín en memoria de los judíos asesinados por los nazis, o los levantados en Washington a los caídos en las guerras mundiales y la de Vietnam, o los que honran en Hiroshima y Nagasaki la memoria de las víctimas de los primeros bombardeos atómicos lanzados por Estados Unidos en 1945! Todos ellos están conservados en forma tan impecable que impresionan a los miles de personas que los visitan diariamente. ¿Piensan en la Alcaldía de Bogotá que nuestros muertos no merecen el mismo respeto?