Un día de 1989, en La Habana y requiriendo viajar al día siguiente a Colombia, me encontré con que no tenía ni siquiera el tiquete de regreso, pues había viajado a trabajar con Gabo por dos semanas y tanto a él como a mí se nos olvidó que para subirse a un avión hay que acreditar el pasaje. Encima de eso, mis llamadas al aeropuerto me habían provisto la ingrata noticia de que en Cubana de Aviación no había cupos para Bogotá durante los siguientes días. Entonces, Gabo me dijo: “¡Calma, pueblo! Vente para mi casa que esta noche viene Fidel y él nos resuelve eso. De algo me sirve ser premio nobel”. Y me fui para allá. Estaban ya...
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