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CONTARÉ EN ESTA COLUMNA LO que le escuché decir, hace 20 años, a García Márquez sobre el escritor bogotano Fernando Garavito, el mismo que el pasado 28 de octubre se quedó dormido en su carro mientras avanzaba por una autopista americana, y siguió derecho de una vez hacia la eternidad.
Gabo escribía por entonces El General en su laberinto, y por llegar el suscrito a su casa un poco antes de que él cumpliera su religioso horario frente al computador, me pidió sentarme en el estudio a esperarlo, lo que hice simulando que leía una revista pero en realidad mirándolo teclear. No todos los días tiene uno la oportunidad de pillar en su trabajo a un genio de la literatura. Cuando dejó de escribir, hizo una llamada telefónica que me patié íntegra y que como muchas cosas suyas me pareció insólita: le preguntaba a un astrónomo —después supe que del observatorio norteamericano de Monte Palomar— si al fin había logrado averiguar si el 10 de junio de 1813, en la Nueva Granada, había habido luna llena. Del otro lado del teléfono debieron contestarle que todavía no tenían ese dato, porque el Nobel se despidió pidiendo encarecidamente que ojalá se lo tuvieran para pronto, pues le era de suma urgencia.
Como se trataba de una luna del siglo antepasado, no me sentí un metido al indagarle el por qué de esa consulta, y me dijo que estaba muy entusiasmado con un capítulo ya escrito de su novela en la que le atribuía a Bolívar una conducta erótica muy exacerbada en las noches de luna llena. Y que como todas las escenas ya elaboradas para ese 10 de junio de ficción cazaban perfectamente para justificar en el libertador una aventura galante muy intensa, necesitaba que esa fecha hubiera sido de luna llena. De lo contrario, perdería credibilidad el capítulo y tendría que descartarlo.
Le pregunté entonces qué lector podía ser tan maniático como para ponerse a averiguar, nada más que para buscarle el pierde, si hace ciento setenta y cinco años había habido luna llena o no, y me contestó: “Fernando Garavito. Por eso me le quiero adelantar. Si el 10 de junio de 1813 hubo luna llena, lo jodo”. Luego me contó de algunas pifias que Garavito le había pillado en novelas anteriores, a partir de las cuales lo consideró su lector más difícil, con quien tácitamente, y no sé si conociéndolo en persona, mantenía una especie de juego al gato y al ratón.
Estuve muy pendiente, cuando leí la novela, del capítulo ese en el que a Bolívar se le enloquecía la bragueta, y no quedó incluido. Lo que quiere decir que el 10 de junio de 1813 no hubo luna llena en la Nueva Granada.
Tres o cuatro años después conocí a Garavito. En ese único trato con él le conté mi conversación con García Márquez y su respuesta fue: “Una lástima que por culpa mía nos hayamos perdido de un buen capítulo”.
Esa vez, me impresionó el contraste entre los sacudones que me suscitaban sus columnas en El Espectador, incisivas y de un humor ácido, y la serenidad que me inspiraba ese aspecto suyo de cachaco atildado y casi republicano. Lo que me reiteró en la certeza de que el artista suele ser un Mister Hyde al que lo poseen extrañas fuerzas en la soledad de su creación, mientras que el ciudadano, al hacer vida social, asume la identidad de un Mister Jekyll.
Triste que este guerrero de las letras haya muerto en el exilio a que lo obligó esa cosa de ingrata recordación que se llamó la seguridad democrática. Pero adonde fue, como decía Cortázar sobre los ausentes de sus países de origen, fue como el caracol que siempre carga su casita encima. Adiós, admirado e ingenioso Juan Mosca.