Tengo el infortunio de contar con una congresista prestigiosa de vecina, pues vive en el mismo edificio, solo que en un piso alto, debe ser en el penthouse. Es una persona glamurosa, de los verdes o del Pacto Histórico, no sé. Ha hecho debates muy sonados, quizás eso apenas, siendo el más importante el que le hizo a la entonces ministra Abudinen. Sin embargo, en el apogeo de este, en plena campaña para corporaciones, incurrió en una imprudencia: ocupó todo lo ancho de su terraza —unos 12 metros—, para desplegar una valla que rezaba: “No se deje abudinear, vote por...”, y aparecía su nombre. Yo alcanzaba a leer esa publicidad desde dos cuadras abajo del edificio y tuve la certeza de que eso era ilegal, pues no es un espacio para propaganda; además, siendo uno habitante del inmueble, el texto parecía representarnos a todos. La noción de pertenencia no es apenas física, sino visual. Obvio que quise enviarle un mensaje interno, vía administración del edificio, solicitándole el retiro del aviso alegando que eso no era espacio publicitario, pero se me anticipó la propia afectada Abudinen, mediante tutela, y el aviso debió ser retirado. La congresista no conoce los límites entre lo privado y lo público... igual que la Abudinen.
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Recientemente he sufrido la casualidad de llegar en taxi dos veces al edificio en horas de la noche y me he topado con los vehículos blindados de ella en la puerta del edificio. Soy adulto mayor y al bajarme del taxi, en las penumbras, no creo que mi aspecto sea amenazante y menos con mi caminar exhausto. En la primera oportunidad, la vi apearse de su blindado y salir con paso rápido hacia el ascensor. Me aventajaba quizás en unos seis metros, aunque seguramente me alcanzó a ver entrando al edificio, pero como si nada: oprimió el botón de su piso y no quiso ir acompañada de un desconocido. No le adjudiqué beligerancia a esa descortesía y me dije: “Bueno, la seguridad es así. Los servidores del pueblo corren muchos riesgos”. Y esperé resignado a que el ascensor regresara a la primera planta.
Pero hace tres días mi distancia respecto a ella era exigua y, no importándole, oprimió el botón cuando yo, si mucho, estaba a dos metros. Por poco las puertas del ascensor, que felizmente no son peligrosas, me atenazan la mano y desistí de compartir el breve espacio con persona tan maleducada. Su escolta de afuera, un grandulón, con su mirada, me hizo sentir como un verdadero magnicida. Palabreja esta muy sobrevalorada, pues yo, aunque tengo una raya en la mirada, carezco de las destrezas atléticas de un sicario. Que siguiera sola frente al espejo la señora que se ganó su curul haciendo un camping en la plaza de Bolívar para protestar por la victoria del no en el plebiscito. Y aunque disponga de la puerta del ascensor, que también es mío, como si se tratara de la puerta de la comisión del Congreso de la que es presidenta.
Hace unos años, los inquilinos de los edificios se oponían a que les alquilaran apartamentos a celebridades que fueran susceptibles de un atentado. Injusto eso, aunque no sea cómodo compartir edificio con personas amenazadas. Pero ahora son los famosos, como la glamurosa parlamentaria, los que actúan como si los vecinos del edificio fueran los sospechosos.