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Lo divino y lo humano

Silla de ruedas en aeropuertos

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Lisandro Duque Naranjo
15 de diciembre de 2025 - 05:05 a. m.
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Voy a hacer una confesión que nadie me está pidiendo, que a la mayoría no le importa, y lo hago con el impudor de no estarlos mirando a los ojos, sino favorecido por mi condición anónima, imperceptible entre la muchedumbre que circula, respectivamente, en los aeropuertos José Martí, de La Habana, y El Dorado, de Bogotá, en estos días de diciembre: entré al club de los que necesitan sillas de ruedas en los aeropuertos. Empiezo por el final: el jueves 11 de diciembre, a las 11 de la noche, al regresar de Cuba –en donde acepté una invitación de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL), para homenajear a colegas fallecidos, más concretamente al último de ellos, o si acaso el penúltimo, Manolito Pérez Paredes–, fue mi segunda vez que utilicé el servicio de silla de ruedas del que ahora presento constancia. La primera, sobre la que guardé silencio, había sido también en un regreso de Cuba hace tres años. Y no fue, igual que la de ahora, por una luxación pasajera, sino por la senectud que se me ha venido encima.

Los aeropuertos –sobre todo los europeos, que

Ya poco me acuerdo de los aeropuertos europeos y tal vez no vuelva. Sobre todo estos han convertido las terminales internacionales en verdaderos latifundios de pisos brillantes. Además, obligan a los pasajeros –diría que por kilómetros– a verdaderas peregrinaciones, o maratones, arrastrando sus equipajes de mano, hasta las zonas de inmigración. Todavía más si los aviones son de Colombia, que deben parquear lo más lejos posible de los humanos, en una zona de cuarentena moral en la que los guardias les examinan hasta las latas de mentolato, que se les antoja de fentanilo. También sufren raqueteo exhaustivo en Europa Occidental los europeos no comunitarios –albaneses, rumanos, todos los de países no-schengen– hasta encontrarles sus pasaportes falsos.

Ya a ciertas edades uno se funde. Yo, que cumplí 81, pude sentirme como un mozalbete en ese recorrido imprevisible en silla de ruedas (cocinas, talleres, in bonds) pues la otra persona beneficiaria de ese servicio fue una anciana de 94, muy locuaz, que me habló de sus 10 hijos, 24 nietos y 9 biznietos. Creo que lo único que me hizo sentir juvenil es que tengo apenas un solo nieto. Lo más divertido fue cuando en La Habana los “silleteros” empezaron a rotarse las sillas entre unos y otros y nos lanzaban como si estuvieran jugando bolos. La anciana estaba feliz. Cuando me quejé, el empleado me dijo: “tranquilo, lo impoltante es que no se deje cael”. Creo que con mi silla se hizo una moñona.

Incluso si transcurriera poco tiempo, creo que voy a comenzar a solicitar el servicio de silla de ruedas en viajes nacionales. Yo aguanto caminando, sin maletas de ruedas, máximo cuatro cuadras si son planas –soy pasista–, pero en cuesta, una cuadra. Al comienzo, no es dificultad de caminar, sino pereza. La quietud al comienzo es sicológica, por ahí empieza: la última vez que estuve en NY, fue en 2017, y teniendo cerca del hotel el Central Park, me dije: “voy a caminar el Central Park”. Pero a la cuadra, me dije: “yo ya lo conozco, ¿para qué voy a ir?”. Y me devolví a la habitación a ver televisión. Grave cosa. Y por ahí empezó mi condición de adulto mayor. No volveré, y no creo que esa ciudad cambie mayormente de ánimo si no la visito.

Dice el adagio: “No hables mal de ti mismo en público, porque la gente va a creerte. De la misma manera que cuando hablas bien de ti, no te creen”.

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