En 1962, recién concluido mi bachillerato, sufrí una pena de amor con una joven quinceañera en mi pueblo, Sevilla, entonces me arrojé a los brazos de la novela Werther, de Goethe, y así tomar el impulso literario que requería para suicidarme. Y sí, me la lloré como correspondía, pero no logré acumular el valor para cumplir el destino trágico del personaje que hizo eliminarse, por despecho, a tantos jóvenes alemanes y del resto del mundo, por allá en la década de los 70 del siglo XVIII. Decidí, entonces, irme de vacaciones a la finca de un primo para que me matara la chusma. Les hice berrinche a mis padres, que no querían dejarme viajar a ese lugar, llamado Campoalegre, pues según ellos “ir allá equivale a suicidarse”, lo que secretamente era mi propósito, solo que no con mano propia, en vista de que en toda esa región operaban las bandas del Mosco, Sangrenegra, Chispas y Celedonio Vargas.
Cuando mi primo Roberto Duque, dueño de la finca, pasó en su jeep por mi casa para recogerme y convenció a mis padres de que no me pasaría nada, salí feliz a formar parte de las víctimas de los facinerosos en la primera masacre que se atravesara. El corte de franela de que me hicieran objeto iba a ser por amor, en vista de que ya había perdido la cabeza por la muchacha que me desairó.
Hasta que llegaran quienes me ultimarían, monté a caballo, jugué con los perros, correteé piscos que parecían pavos reales, devoré sancochos del campo, tomé leche postrera al lado de las vacas y participé en arreadas de ganado hacia el encierro, pues quería que la muerte me sorprendiera en disfrute de égloga. Y llegaron los bandoleros. Se les distinguía a la legua por sus ruanas terciadas, su habla rústica, sus machetes y escopetas. Mi objetivo de morir continuaba intacto, pero para no hacerlo muy obvio me escondí entre los travesaños de un secadero de café, desde los cuales espié a los que serían mis verdugos. Allí decidí no suplicar clemencia a quien blandiera su peinilla para degollarme. Los vi almorzar en forma opípara, pues hasta les sacrificaron gallinas con revuelto de papas, yucas y plátanos. Y se fueron, despidiéndose agradecidos. Mi primer intento de que alguien me ayudara a deshacerme de la vida se malogró. Y salí de mi escondite de donde nadie me sacó arrastrado. Debo reconocer que sentí alivio de salir ileso de la masacre que no alcanzó a ocurrir.
Después supe —yo no distinguía por entonces esos matices— que esa banda de hombres era liberal, y como mi primo era del mismo partido, por supuesto no lo atacaron. Una hora después llegó el ejército —que supuestamente perseguía a los recién almorzados— y alcancé a notar que apenas les dieron agua de panela con arepa. Y siguieron su marcha. Mejor, porque mi urgencia de ser asesinado no incluía serlo por el Gobierno.
Relajado ya de mi obsesión, y creo que hasta del recuerdo de quien me puso al borde de desear ser un difunto, olvidé el imperativo fatal de Werther y me apliqué a jugar con los muchachos de la finca. Era mejor vivir. Estando en esas, incurrimos en la provocación a un enjambre de abejas y miles de estas nos atacaron con sevicia. Yo fui el único, de puro urbano, que ignoraba que lo mejor en esos casos es no correr y más bien quedarse quieto. Y claro que en el mismo jeep en que había llegado me llevaron al hospital de Sevilla. Y aquí estoy contando el cuento. Desde entonces nunca más volví a esa finca.