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SALÍ A DESCANSAR: EL TROPEL DE acontecimientos, para no hablar del tiovivo de la corrupción, acaban mareando a cualquiera. Ausente en baja temporada, me perdí de dos cosas memorables (¡cuál Mubarak ni cuál Gadafi! ). Una de ellas fue la fiesta de El Tiempo.
Qué gala, señores (y señoras). Vaya desfile de modas que ni el Oscar de la Academia. El Tiempo condecorado por El Tiempo: el tío Santos de hoy colocando una medalla en el pecho del director Roberto, el de hoy. Gente de esmoquin como pocas veces fue vista: Juanes, Vives, muy clásico, sin innovar esta vez corbatín negro con sacoleva; los renegados de la corbata, luciéndola. Y por cierto, “corbata negra”, que ya no traduce para algunos el conspicuo corbatín, sino el lazo con larga flecha a la felicidad, como llamaba a la corbata D’Artagnan, el nunca bien llorado.
De las damas ni hablar. Qué desfile de desnudas espaldas. A veces más desnudas de lo tolerado hasta esa noche del Jardín Botánico, casi el Jardín de las Delicias. Una admirada exreina lució muy elegante y discreta, vista por el frente. Otras damas, ya en el sexto piso, vestían telas descolgadas en caída libre, con arrugas que continuaban la piel añosa de sus cuellos.
Todos y todas tratando de parecer hermosos y hermosas, no importa si no se lograra el objetivo: eran de cualquier manera las dueñas y dueños de la fiesta.
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El otro acontecimiento y éste solitario, pero además descrito cual historia de espanto, no me lo perdí del todo. Pude leer en mi descanso el relato de viaje del director amigo a Ellingham Hall, un castillo legendario en la pradera londinense, no sin fantasma, figurado éste en la palidez mortal de un Julian Assange. El periodista viajero pintó al fantasma del castillo en un cierto tono desdibujado y como desarchivado en la puerta de su misteriosa cocina, mientras consentía una copa. Sus asesores configuraban el computador personal del visitante, dejándolo apto para recibir los cables reveladores. A las puertas, el negro taxi londinense, conducido por una mujer, 90 libras ida y regreso. Frío y valijas extraviadas.
Sí, me tomé unos cuantos días. No viajé “finalmente” a las Islas Vírgenes, sino a tierra caliente lugareña, donde el tinto, que uno bebe sudoroso, tiene la propiedad estupenda de no enfriarse.
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De regreso, la gran sorpresa. Ya casi tenía encima la nariz del diablo, ese derrumbe sostenido, cuando el desvío súbito del carreteable (la doble calzada a Girardot está cruda) indicaba la proximidad de un túnel: el del Sumapaz, esplendoroso. Pensé que lo estarían ensayando una segunda vez y temí lo peor, pero pude ver la luz al final del túnel y el Ángel de la Guarda me aseguró el regreso. Lorenzo en casa.
