Hay conmoción. Se produce un dolor que podría llamarse “un dolor católico”. Es nuestro jefe. Sin excluir a nadie –que eso es muy feo– es el santo padre el primero entre los nuestros. Él sí que es un jefe de estado, del estado de nuestra conciencia, sin ánimo de imposición a otros credos muy respetables. Enemigos de la Iglesia, en este punto y hora, se zafan de este escrito. Muchos fanáticos –y mal puedo llamarme así, yo que he sido a un mismo tiempo crítico y fanático– le hacemos daño a nuestras creencias con estas manifestaciones papistas.
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Mucho nos duele el dolor del papa. Como nos han tocado papas buenos (en la historia los ha habido regulares y malos), estos días de zozobra angustian y ocasionan la oración por el pontífice. En este punto, si alguien estuvo en estas líneas, ya está lejos, muy lejos de tan fervorosos lingotes (término tipográfico).
Recuerdo el duelo y la consternación mundial cuando, por varios días, se iba y volvía a este mundo el agonizante Juan XXIII, el más grande y querido de cuantos papas han recorrido la plaza de San Pedro. Fue el último que usó la silla gestatoria. Ni siquiera el papa Benedicto, quien revivió atávicas tradiciones, volvió a sentarse en la peligrosa mecedora, y perdónese el irrespeto. Por cierto que este bondadoso rey católico (que portó igual nombre que un Benedicto anterior, a quien sirvió en la curia vaticana una tía superabuela de este columnista) vivió el retiro más hermoso y decoroso en su ancianidad de gatos y notas de buen piano y la candorosa compañía del Buen George Gänswein, reconocida figura de los jardines vaticanos, hoy seguramente blindado con un honorífico título eclesiástico. Murieron ambos Benedictos, XV y XVI, en beatífica paz del Señor de los Ejércitos.
Como de niño seguí el veinteañero pontificado de Pío XII, Pastor Angelicus, para las Profecías de Malaquías, me asombró siempre su hierática figura, su estilizada corporeidad y la santidad de su espíritu, que me pareció bajado del cielo y tal vez lo fuera; al mismo tiempo. Cualquier día de cacharreos en el periodismo tropecé con una oculta fotografía de Pío XII en su lecho de enfermo y de muerte: el maderamen del lecho inmenso sobrepasaba en mucho la cabeza del ilustre enfermo. El aspecto de la escena era desolador, tras de espigado en salud, enjuto y huesudo en agonía, al punto de conmoverme como periodista para nada indiferente. Era el punto final de un gran pontífice al que la historia subsiguiente habría de destrozar, por haber cumplido con el deber de ser nuncio de Su Santidad, Pío XI, a quien sucedió en el tenebroso Berlín de los años cuarenta (Hitler de por medio y Segunda Guerra).
Dios nos prepare, y al amado papa Francisco, para el día de su desprendimiento de este mundo y que, como dijera Barba, ese tal día esté lejano.