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Desconcierta que se llame protesta lo que hoy ocurre y mañana también y se tome pausas y se programe para determinadas fechas. Un acto colérico de masas difiere de algo calculado como proyecto político.
Es la inconformidad un estado intermedio, no es para vivir siempre en esa forma provisional. Se protesta, se destruyen cosas en rededor, los sentimientos estallan y se le cobra a lo que se nos ponga por delante nuestra efervescencia interior. Un Estado en convulsión ha de llegar a una situación estable, como se estabiliza un enfermo, un herido, un organismo alterado.

Las revoluciones terminan, por lo general, en alguna forma de dictadura. Es lo triste de perturbar, bien que a veces sea necesario. La paz, la anhelada paz, se monta casi siempre sobre la resignada actitud de muchos que nunca encuentran su realización y se apuntan para la siguiente protesta.
Un gobierno se va, se le sustituye pues en la anarquía no se vive. La anomia no dura, se genera un nuevo estado legal, una legalidad de facto, seguramente más injusta. Las industrias se van, el dinero huye y se lleva el trabajo, la pobreza se generaliza y ello en cierta forma es más equitativo en cuanto les produce un fresco a quienes han venido padeciendo la mayor injusticia social. ¿Cuándo se equilibrarán las cargas en una comunidad humana? Nunca.
Ya entre nosotros parece apagarse la protesta. La encuentro definida de modo genérico en un artículo, el 37 de la Constitución Política (1991, 30 años ha): “Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente”. Si existe en la Carta Política otra alusión a la algarada que hemos vivido en Colombia, estaría de más. Se encuentra allí explícito el derecho a la protesta (manifestación pública y pacífica).
Mucho de lo que hemos vivido no encaja, sin embargo, en esa definición constitucional. No puede esperase que en una norma se encuentre una autorización a la anarquía. Sería un alegato interminable sostener que la ley y la protesta puedan conjugarse, o argumentar que la anarquía fuera parte esencial de la protesta. Cójanme ese trompo en l’uña, decían los bogotanos. Entonces, dígase de una vez que si la protesta es un derecho, porque lo es, debe regirse por el derecho. ¿Destruir el hermoso palacio de Justicia de Tuluá es un hecho conforme a la ley?
Creemos que las aguas van encontrando su nivel, que de la anarquía se regresa y que dentro de lo legal se hallarán los cambios necesarios. Bullen los candidatos, no es uno solo, hay que esperar que descuelle un líder alejado de los extremos, que haya de imponerse por vía pacífica y electoral. En esta Colombia, que ahora es un río, como el de José Eustasio Rivera, “turbio de pesadumbre y anchuroso y profundo”, se espera aquella “estrella que vendrá de los cielos a bogar en (sus) ondas”. Ah, la poesía.
