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Temporada de sermones y parábolas: es nada menos que la Semana Santa, Semana Mayor también llamada, a la cual llegaremos no sin la preparación de discursos y peroratas profanas del propio presidente de la República, tentado a cada rato por el demonio de los micrófonos. Todos los temas lo inspiran desde el sonado aquel del rico Epulón, que le sirve para dar látigo a todo el que le parezca adinerado, y por igual asesino, neoliberal y nazi.
Diferencias sociales, vaya si las hay y las ha habido en el país. Cumplen los hombres con fortuna un papel social en el propio Evangelio y podemos enumerar algunos: el mencionado Epulón (hombre bíblico que se regala y deleita en placeres), el recaudador Zaqueo; Nicodemo, el de los paliques nocturnos, fascinado con la elocuencia y milagros de Jesús y, por nombrar a otro, José de Arimatea, el del fastuoso mausoleo, donde colocó piadosamente el cuerpo de su amigo. No todos, pues, por ser acaudalados eran necesariamente malos. Sí eran perseguidos como pueden serlo hoy. Ofende, eso sí, que se llame asesinos a los que tienen más o menos dinero, muchas veces muy poco, porque, como dicen por ahí, en dinero y santidad la mitad de la mitad.

Epulón, el ricachón, el “riquito” –diría el tribuno Petro con su dosis de desprecio– es de los pocos personajes de parábola con nombre de pila. Otro es su antítesis, el “pobre Lázaro”, en el que quedamos representados muchos, quienes, aun con casa propia a los 50 no hemos sabido lo que es una pensión, una prima (excepción hecha de Mechis), unas vacaciones legales, una cesantía, en fin. Recuerdo, les cuento, que una tarde de vacancia, desde un medio se me invitó con pasajes a los Estados Unidos y lo agradecí sin aceptar, diciendo que yo para allá no iba (ahora me doy cuenta de que me anticipé a una deportación). Me distraje, me suele pasar.
Me refería al más rico de los epulones entre nosotros, al propio Petro. Nos produce deliciosa envidia imaginarlo recorriendo, desenfadado, mal peluqueado, pero con cabellera artificial abundante, alfombras y tapices del palacio de Nariño, tomarse a sus anchas la televisión del país, tener a su servicio a RTVC y Radio Nacional, interrumpir a cuanto ministro o director administrativo se le ocurra y en el momento en que se le ocurra, y dejar a sus interlocutores estupefactos. El público en general, pegado de la TV, sin entender mayor cosa, convencido de que todo va a las mil maravillas.
A mis dos amables lectores, el Savonarola de Cinep, mi querido Angulo, y el siempre sorprendente Alfredo, hermano de Jaime Garzón, siendo Alfredo el que suministraba la risa, debo corresponderles su grata visita comunicándoles que ya no será tan asidua mi colaboración, puesto que el palo ya no está para cucharas.
