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Los mayores llegamos por fuerza a hacer una pausa y no es esta una nota de despedida. Pero, sí, las cosas cesan, el interés sobre muchas decae, el desencanto cunde. Como las piernas a veces crean baches de resistencia y el nervio se desconecta por un instante, es bueno llevar bastón y es elegante.
Cuento yo con el bordón de mi abuelo, Daniel Gil Piedrahíta, que mi padre, su yerno, en su propia y respectiva vejez, quebró y reparó él mismo (pues era industrioso y sumamente hábil), pero ese lo conservo como recuerdo de mis dos antepasados. Me verán mis pocos y certeros amigos —y amigas—, después de esta pandemia, portando un bastón común, que dejaré perdido en cualquier cafetería, pues no me acostumbro a su uso.
En fin, la vejez y su pausa son el tema y aquí me refiero al santo padre, con todo respeto, para quien parece estarle llegando. Con el papa va terminando (y a la hora de este escrito acaba de terminar) otra jefe de Iglesia, la anglicana, como fue Isabel II, quien debió entregarle el título de reina —no el rango— a la indeseable Camila Parker.
De los pormenores malucos de la vejez que describe Felipe Zuleta en una nota bastante humana, voló mi mente atribulada a los encantos que contrariamente describió Cicerón (De Senectute) y que desde mi primera juventud me impresionaron. Hablaba de la maravilla de ser precedido (“precedi”), por la sola condición de viejo. “Viene él”, “den paso”, eso que hoy equivale a la burocrática avanzada de los importantes. Antiguamente, la opinión del viejo era respetada, su experiencia reconocida y consultada, compensándole la pérdida de la juventud indómita y de la claridad de la madurez.

Es la mayor edad tiempo de hacerse a un lado, en la medida de cada cual; de ir a un apacible refugio, que ojalá se tenga; de unos cuidados familiares, casi maternos pero no pueden ser, aunque sí de la abnegada esposa —machismo terminal, se dirá— o de una dulce mujer tridentina, como era llamada la compañera de casa, permitida por Trento para los curitas de aldea, de épocas remotas.
Las noches se hacen largas y el crucigrama es un buen refugio del silencio y del cuidado que ha de tenerse por el sueño de los demás. Hay jueguitos palabreros buenos y honrados, que conducen a ampliar el léxico, a recordar conocimientos y, según dicen, a detener el alzhéimer. Como los hay de recursivos diccionarios donde el autor ha encontrado las palabras más rebuscadas que le solucionan el cruce de vocablos. El aficionado, por su parte, reconoce el carácter y la condición del autor que lo encarta en soluciones imposibles. Se descubre el toque del religioso, por sus conocimientos eclesiásticos, o del que se ha iniciado en patologías clínicas. La geografía, los ríos monosilábicos, suelen ser su recurso. También ellos han tenido que entretener su complicada vejez.
