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La revolución en marcha

Lorenzo Madrigal

04 de noviembre de 2024 - 12:05 a. m.

Consigna que fue de Alfonso López Pumarejo. Él y su hijo fueron adalides de la revolución, al menos en palabras. “Pasajeros de la revolución, favor pasar a bordo”, invitaba Alfonso López Michelsen con su voz ya algo cascada, pues del cine y de otras actividades llegó un poco tarde a la política, mientras su padre acababa de irse, porque estorban los padres a los hijos, para no decir del daño que les hacen los hijos a los padres ilustres. En fin, no nos desviemos, no nos desviemos.

Foto: Lorenzo Madrigal
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Aquí se pensaba decir que no deja de ser paradójico que un hombre afiebrado por su enemistad con las oligarquías, y creyéndose seguidor de Gaitán, en ello se empareje con quien precisamente las representó en su más exquisita forma. Estuviera en vida, tomaría por las solapas al hoy presidente y, empujándolo contra pared, lo increparía así: “venga a ver, cachifo desarreglado, nada de guayabera para recibir al secretario de Naciones Unidas, donde también presidí el Consejo de Seguridad. Los tenis déjeselos a sus ministras, que hagan ellas el oso en el Palacio Real de Madrid, que el traje se lo confeccionen donde los manda a hacer (perfectos) Juan Manuel Santos. Si ya no vive en Londres el sastre a quien le encargué coser para Echandía cuando iba a hacer presencia en la corte vaticana de Pío XII. No por parecer pobre se es pobre, con las comodidades que ofrece el conjunto residencial donde se vive, lástima que en las orillas del maloliente río Bogotá”.

López fue el más grande de los oligarcas, de los que denigra furiosamente en sus discursos el presidente Petro. No le cabe seguir en ello, rodeado ahora de poder y lujos, reflejados en una que otra sonrisa, que tal vez ya no le parecerían de serpiente al gran Antonio Caballero.

El lujo, y más que el lujo, el decoro, es, a mi modo de ver, algo plausible, más aún si se está en representación de un país o de la fe religiosa. Acabo de hacer alusión a la que por muchos es llamada la Corte Vaticana. Se ha llegado a excesos, aunque su esplendor deslumbra: Paulo VI envió a los depósitos la tiara que le fue obsequiada en sólido oro, compacto y hermosísimo ornamento que consideró excesivo aun para el representante de Dios en la tierra.

Hay contrastes y contradicciones en los símbolos y representaciones humanas. Recuerdo una realista y descarnada figura de Cristo que pude ver en la televisión, en medio del fasto de la basílica de San Pedro en Roma. Obligaba a exclamar: ¿Qué pasó aquí? Son ambos, ornato y escultura dramática, obras de arte, dignas de admirar y es que ejemplos como este son muchos.

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¿Acaso por ser de izquierda y reivindicar injusticias y contrastes sociales, la representación de un país en su totalidad y en su historia, más o menos gloriosa, ha de ser menos digna que la de otros con los que se topan sus representantes en foros internacionales?

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