A un tremendo desorden doméstico, se le llamaba hace tiempos, muy especialmente por las señoras, “un nueve de abril”. Hecho violento cuyo recuerdo empezó a palidecer con los años, porque el tiempo borra los caracteres más atroces de las cosas y aquellos incendios y el peligro inminente de ese momento solo los podrían revivir grandes escritores. A mí lo que me gusta, sin pretensiones, es revivir los hechos, y especialmente ese, no como recuerdo convertido en frase, sino por su dramatismo y como si ocurriera en tiempos reales.
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A un tremendo desorden doméstico, se le llamaba hace tiempos, muy especialmente por las señoras, “un nueve de abril”. Hecho violento cuyo recuerdo empezó a palidecer con los años, porque el tiempo borra los caracteres más atroces de las cosas y aquellos incendios y el peligro inminente de ese momento solo los podrían revivir grandes escritores. A mí lo que me gusta, sin pretensiones, es revivir los hechos, y especialmente ese, no como recuerdo convertido en frase, sino por su dramatismo y como si ocurriera en tiempos reales.
Entre otras cosas, porque viví esos años, con avidez por la actualidad. Si mal no estoy fue en el colegio donde escuché la noticia, en pleno calor de las dos de la tarde, en Medellín. Que nos fuéramos para las casas sin quedarnos por ahí, tales fueron las palabras de uno de los padres González, quien tenía a cargo la división que me correspondía en el colegio.
Llegado a mi hogar, miraba y miraba, asomado al balcón de la casa que ocupábamos en la carrera 39, pues veía que se quemaba algo en el centro de la ciudad. Cuál hubiera sido mi sorpresa de haber visto que uno de los periodistas que allí estuvieron a punto de arder era Belisario Betancur. Y era su diario el que ardía: La Defensa.
La historia del atentado me trae añoranzas por el propio Gaitán, a quien había conocido con estupor hacía poco y por la ciudad colonial de entonces, la inefable capital de los perdidos años cuarenta.
De aquella oficina del cuarto piso me acuerdo con detalle del ascensor Otis y de su olor a óxido aceitado. ¿Dónde están en mi memoria los invitados por Gaitán a la hora del almuerzo? El propio Pedro Eliseo Cruz, quien luego lo atendió en la Clínica Central, Jorge Padilla, Plinio Mendoza y los que olvido. La séptima burbujeaba de autos rodando y estacionados y en uno de los taxis rojos fue transportado el herido de muerte por los disparos de Juan Roa, hechos desde el portal del edificio Agustín Nieto a la una y diez minutos de la tarde.
A la una y veinte, la gente se amotinó, Juan Roa no pudo escapar al linchamiento infame. Muchos corrieron hasta la Clínica Central, a cuatro cuadras de allí. Darío Echandía, sucesor virtual del líder, enterado ya del fallecimiento, tan estremecedor como el disparo, salió al balcón del dispensario, dispuesto a apaciguar. Discurseó. Horas después sería el ministro de Gobierno de Ospina, a quien sus compañeros de comisión habían llamado, unas horas antes: “insensible social”.
Cuento con detalle lo tan conocido ya, y sobre todo por mí, que, como digo, no estuve en Bogotá y era un niño, para insistir en que todavía me acongojan las fotos de Semana con el cuerpo de Gaitán agonizante, sobre la diciente frase: “la vida se escapaba”. No era lo más cierto, porque el jefe liberal, años después tergiversado por el comunismo internacional, ya había muerto.