Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Iba llegando yo a los nueve años. Era el inevitable mes de mayo, que me está haciendo cumplir 89. Pero qué bueno, ya esto se acaba, como se acabó hace 80 años la Segunda Guerra Mundial (aquella de Hitler, Roosevelt, Stalin, Churchill, bueno…). Y ese día –exactamente el 8 de mayo de 1945, los nazis invadidos por los rusos, desaparecido el Tercer Reich (¿dónde fue a dar Hitler? Mucho se especuló sobre su suicidio y el de Eva Braun, a quien su esposo “la suicidó”, como dijera por ahí un gobernante)–, yo dibujaba carritos de acuerdo con revistas y al lado de una manoseada Life, bajo espléndida carátula, qué digo espléndida, maravillosa fotografía de Harry S. Truman.
Era este político, cuya hazaña más que discutible de las dos bombas atómicas (Nagasaki y Hiroshima, definitorias ellas del final de la guerra y la rendición consiguiente del imperio japonés) no era este niño capaz de valorar. Muchos muertos había ocasionado la guerra, en cierta forma por decisión única de este ciudadano del común, que se paseaba impávido por su pueblo (Independence, Estados Unidos), de saco cruzado, escaso cabello, gafas de carey incoloras, ascendido de su cargo anterior, la vicepresidencia, tras la muerte de Franklin Delano, de quien no se cansaron de hacerle chistes de cierto estilo y bajeza, como se estilan en nuestro pobre país de hoy.

Truman era demócrata y fue reelegido y, cómo no, sucesor de Roosevelt, ganancioso a precio atómico de semejante confrontación, cuyo fin se conmemora 80 años después. Y este niño, que todavía hoy mira catálogos de los feos autos modernos, colecciona réplicas a escala que le regalan y, por favor, ni una más, pero gracias.
Eran otras dimensiones. El mundo en guerra es otra, pero muy otra dimensión. No justifico la atómica; la curiosidad que tuve por Truman era la del personaje para dibujar, la de la sencillez de su atuendo, la preocupación por su madre de 90, que falleció durante la presidencia. Me aterraba que mi madre muriera. Abrí la ventana de esa mañana de mucho sol de Medellín antiguo, frente a la Universidad de Antioquia, cuyos estudiantes alborotaban en la calle, en celebración. De la tragedia de Nagasaki fui consciente muchos años después, cuando el Padre Pedro Arrupe, S. J., más tarde superior general, lo era del seminario jesuítico en esa ciudad que soportó, al otro lado de la colina, el bombazo nuclear. El padre, queridísimo de mi hermano, a quien le abrí yo la puerta en una de sus casas en Bogotá, sobrevivió amarillo, tras de rubio, y cuelga de mi pincel, como el Cristo de la Pared de la canción de Jaramillo.
¿A qué venía todo esto? A algo tan atroz como la atómica: las ejecuciones de Nüremberg. Grandes del Reich, un ministro como el de Asuntos Exteriores, Ribbentrop, ejecutados, replicándoles a sus verdugos: ¡Un día os colgarán los rusos!
