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Mi templo de Lourdes

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Lorenzo Madrigal
01 de diciembre de 2013 - 10:00 p. m.
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El templo de Chapinero, en la capital, es nuestro orgullo gótico, si no el más extraordinario del mundo (nada que ver con las catedrales de Colonia, única de agujas completas, Milán, Notre Dame, etc.), es el que nos asiste, para decirlo en el más humilde lenguaje.

Y el que nos asiste en Bogotá, porque está en Nariño el santuario de Las Lajas, maravilla del mundo por su ubicación, la catedral monumental de Manizales, la Ermita de Cali, hermosa filigrana, y aun la iglesia parroquial de Ubaté, en Cundinamarca.

La construcción de Nuestra Señora de Lourdes data de finales del siglo XIX (monseñor Vicente Arbeláez), en un primer comienzo, porque los temblores del siglo XX hicieron postergar su inauguración. Allí quedó, en su estilo gótico morisco, que combina la ojiva con los arabescos mudéjar. Y allí quedó sin su aguja central, lo que es propio de estos templos ojivales, que por cálculos errados no resisten esa terminación que rasca el cielo.

Con mi padre asistía a los oficios por años y siempre nos instalábamos en el costado occidental o nave izquierda, porque en el oriental unas fisuras en el abovedado nos infundían temor. Las corregían momentáneamente, ensanchando con relleno las grietas y desfigurando la arquitectura.

Hoy la iglesia del segundo centro de Bogotá está en obra de reconstrucción. No conozco a su párroco actual, responsable, me imagino, de estas reformas. Sólo recuerdo a monseñor Ortega Lafaurie, de muchos años atrás, pero el de ahora se está ganando el mérito de la refacción total, que puedo observar desde afuera y un poco desde adentro. Magnífica labor se alcanza a ver en las cubiertas central y laterales, gran esfuerzo en canalería, gárgolas y desagües. Y se va pintando, poco a poco.

Adentro, está en gran parte cerrada. Uno se cuela por las puertas del uso ordinario y se topa a bocajarro con el oficiante, que ha trasladado su altar al borde de la calle. Casi le suministro las vinajeras. En el piso, algo raro ha pasado; se levantó la baldosa y reaparecieron las piedras enormes del primer templo, piedras como las de la hacienda Santa Bárbara, no muy alineadas, que no sé si harán estorbo para las personas mayores que frecuentan los ritos.

Pero me admira el coraje y el aliento de la reconstrucción. Me alegra; me felicito si veo un tubo más de desagüe, un adorno en yesería refaccionado. Tengo un pesar y voy a decirlo. En el costado oriental de la iglesia, directamente sobre la calle 63, la casa cural, de tiempo atrás, se tomó el borde de antejardín que rodeaba la estructura. Un terrible muro de ladrillo, “bellamente” grafiteado (eso hoy es cultura) encierra algún espacio de garajes o depósitos, que, a mi juicio, pertenece al paisaje urbano. Un acto de generosidad sería permitir que un jardín enrejado bordeara ese costado, que es remate del majestuoso edificio.

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