Si los países socialistas se cayeran, éste de nosotros, ya configurado como tal, habría tocado el piso en medio de una gran derrota política. Abra usted, lector amigo, los periódicos o, si no los tiene, abra la puerta de su casa y, con sólo pisar la acera o el camino vecinal, se encontrará con alguien que opine en contra de lo que viene sucediendo, agravado en los últimos días.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
No se espere de este colaborador periodístico el argumento preciso, la frase inapelable de un Felipe Robledo, la claridad de mi referente, María Isabel Rueda, o la de tantos otros. Unos, por amigos, que finalmente me han convencido con su destreza para decir las cosas, o porque son maravillosos para sustanciarlas. Pero no, nada agrego, sólo que no me explico cómo ocurrió tan tenebroso diálogo de madrugada. ¿Dónde finalmente estaba quien dice gobernarnos? ¿Lo despertaron diciéndole: “Nos enviaron los deportados de Estados Unidos, están próximos a aterrizar, ¿qué se les dice?” “Ah, no”, qué magnífico, supuestamente contestó, con los ojos encapotados y a medio abrir: “Recíbanlos con las mejores flores, de las que van para San Valentín”.
“¡Bruto!”, imagino que le increpó alguien desde la habitación contigua (una enfermera aspergista, un secretario de horario corrido, un mesero, una amiga solícita, mejor si familiar): “Mire cómo los traen, humillados, vueltos nada”. “Noo”, exclama exasperado el mandatario, ya con los ojos brotados, “devuelvan ese avión o hagan con él lo que quieran”. Los hechos y la confusión de relatos nos dejaron imaginando cualquier cosa que hubiera pasado. Lo cierto es que, conocida la respuesta de Colombia, Trump estalló en cólera, con la cobardía del pez grande que devora al chico.
Ya somos tema de referencia con el que se amenaza a quien quiera apartarse de los dictámenes autocráticos del nuevo presidente norteamericano.
Es de tal gravedad lo ocurrido con la suerte y el destino del país, con la economía y el bienestar de sus ciudadanos, que el propio presidente debe pensar en dejar el cargo, asegurándose de que el país político esté de acuerdo en convocar a nuevas elecciones. Ni una constituyente ni una reforma política valen para este caso, pues únicamente si la decisión procede del propio presidente y se causa el vacío de poder, sin promediar largas asambleas, convocándose por las vías legales a elecciones vigiladas, la legitimación queda a salvo de situaciones de facto.
En este punto de mi discurso, tan atrevido como es sugerir la renuncia de un presidente, alguien me dice desde un escritorio vecino —era una mañana de trabajo—: “En este mundo nadie renuncia a menos que se llame Benedicto XVI”. Y me viene a la memoria el histórico episodio cuando, revestido de ornamentos papales y en latín eclesiástico, el papa alemán pronunció la sorprendente renuncia a su cargo.