Porque un orden injusto sería un desorden. Pienso que las redundancias se evitan y que eso mismo pensaron quienes redactaron el emblema nacional: “Libertad y Orden”.
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Transcurridas la guerra mayor de independencia y en parte las guerras civiles, de las que no salimos, emerge el escudo nacional, enhiesto y ya hecho símbolo intocable. Lo mismo que el himno y su letra, todo lo cual es presea de honor y debe conservarse, pues es nada menos que la memoria de la patria.
Y hablando de memorias respetables, la de Oreste Síndici en las notas del himno o la de Rafael Núñez en su letra ¿por qué han de menospreciarse, por el hecho de haber llegado los transformadores de todo, en su decir revolucionario, como si la historia empezara con ellos, como si no hubieran tenido padres y abuelos de mejor raza y cepa moral? Ellos, los del pasado, fueron mejores que nosotros. Atrasados, sí, en tecnología, como pronto lo seremos también los orgullosos seres de hoy. El pasado es lo más consolidado que tenemos, raíces que debemos respetar.
En un cambio súbito de protocolo, vimos al presidente electo llegar a la Registraduría a recibir la credencial de su alto cargo, donde lo esperaban magistrados y altos funcionarios, arreglados para la ceremonia, a la que este accedió sin compostura mayor. Algo parecido a lo que ocurrió el último 20 de julio cuando un comandante en jefe totalmente descompuesto recibía el saludo militar del día histórico. Tanto mejor si hubiera faltado como en el fallido reconocimiento de tropas.
Si le guardamos tanta veneración a la presunta espada del Libertador (“el fierro” lo llamó el escritor Escobar) y casi hacemos arrodillar ante el tal acero al mismo Rey de España, sucesor de Fernando VII, cómo es que no vamos a respetar el escudo tradicional, el himno, o la que llamamos banda presidencial, que de signos también se vive. Belisario, a quien tanto quise, posesionado en plaza pública, vistió la condecoración presidencial bajo un terno común. Lo critiqué. También es cierto que él me llamó, no sin razón, conservadurista.
Pero sigamos con el orden, del cual ya hemos dicho que por sí mismo es justicia. No deja de ser extraño que, viniendo de donde se viene, de la revuelta cruel, del desorden, se reclame ahora por lo contrario o tal vez porque es la suerte del converso, a quien le faltan días y años para arrepentirse de sus hechos.
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De Jaime Garzón, el recordado amigo y hermano de mi amigo Alfredo (tan acontecido éste y demacrado, pero con la risa en su ADN), se cumplen veinticinco años del infame asesinato, que al mismo tiempo fue matar el humor. Jaime, a quien hoy tienen por izquierdista, liberó secuestrados de los infiernos de la guerrilla. Hoy estaría liberando a la fuerza pública secuestrada (!).