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Con cara de pocos amigos, desabrochado, ocupando más espacio que otros: así llega Donald Trump a asumir una segunda y última ocasión de gobierno. Es él y basta con él. Aunque le asome una sonrisa entre comisuras y arrugas, bien ganadas en muchos pleitos y batallas judiciales, hay una amargura de fondo.
El mundo está a la expectativa. Algo muy distinto comienza después de Biden, quien ahora se muestra apresurado para cambiar de imagen. Promesas fuera de tono se le oyen decir a Trump. Hasta una retoma de Panamá, se le ha engolosinado con un parecido lejano a Teddy Roosevelt. Hay una alegría de ganar por encima de todo, hasta de fallos judiciales que no le son aplicables. En la cercana Venezuela están atropellando la verdad electoral y todo ello es un ejemplo poco sano de indelicadeza moral.

No deja de ser bastante extraño que se esté viviendo la realidad de un presidente electo y a poco posesionado, al mismo tiempo que convicto. Si vamos a ver es el triunfo sobre la legalidad, que les produce una maliciosa sonrisa a los ilegales. La ley como la moral constriñen, y eludirlas significa un falso triunfo de lo humano.
Una cosa es educarse en democracia, en reglamentos, en disciplina, y otra muy distinta en revolución, piedras y daños o irrupciones violentas de los capitolios. Hay similitud en personajes de la fecha, no por cierto en otros que van desapareciendo, como el ejemplar Jimmy Carter, personas santificadas dentro del mundo civilizado.
Se oye hablar de extremos como mencionar guerra, a lo que estaría conduciendo denunciar la falsedad de unas elecciones (hablo, por cierto, del caso Maduro). Tocar ese punto es querer la muerte, en otros términos, la guerra, en frase de pacifistas del día. Siendo así, hacer respetar los principios democráticos es para ellos la guerra ¿mejor, entonces, utilizar la expresión aquella del ‘deje así’?
Malo, muy mal antecedente vendría siendo tolerar al infractor democrático, como quien dice, hacer valer un fraude oficial a imitación del vecino, pues en ese caso el asunto está servido para una reelección impuesta entre nosotros, incluida violación constitucional, un fraude de canastazo o cualquier otra cosa que pueda pasarnos en menos de dos años. No vale ser ingenuos y pensar que la pulcritud de un Sergio Fajardo o de un Juan Manuel Galán pueden doblegar una trampa electoral o domeñar y vencer con la denuncia unos dineros venidos de cualquier lado, cuando ni siquiera los de la pasada elección se han aclarado en el Consejo Electoral.
No pasar por alto el fraude venezolano. No digo que haya que hacer la guerra, pero sí toda la bulla posible, proclamar el atropello continental, denunciar la Carta Americana, en fin, no quedarse de brazos cruzados, tolerando, como quien espera secretamente a que se nos tolere más tarde un atropello parecido.