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Y el velo del templo se rasgó

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Lorenzo Madrigal
04 de abril de 2010 - 11:00 p. m.
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CIERTAS GRANDES HISTORIAS TERminan en forma abrupta, sin que se abunde en detalles.

Como la afirmación con la que prácticamente concluye el drama de la pasión de Cristo y que suena como un trueno: “… Y el velo del templo se rasgó”. Mateo, el evangelista, es elocuente y sintético en este relato. Es un dueño del decir, como Tácito.

Sería dañar la fuerza de la epopeya, ponerse a pensar si el cortinaje fue remendado, si se utilizaron las dos partes para otros fines, si se confeccionaron decenas de túnicas con esa pieza finísima, por supuesto importada de un oriente más lejano. De la túnica de Jesús sí se dijo lo que pasó después del expolio, que se la jugaron a los dados.

Vilipendiado en su agonía, cuando por fin cesaron las funciones vitales en el ajusticiado, la solemnidad de la muerte (“entregó su espíritu”) se acompañó de un terremoto con tumbas abiertas y del fenómeno —a distancia del Gólgota— de la rasgadura del velo del templo. Este acontecimiento, de gran significado, se divulgó como espanto y conmovió tanto, en esa hora nona, que el personal que hacía guardia en la cruz tuvo que reconocer en el “vil crucificado” al Hijo de Dios.

En nuestra dura realidad, la muerte, que no se puede decir natural, del teniente coronel Julián Guevara, inasistido por la guerrilla, ha conmovido a la nación, cuatro años después de acaecida, al arribar sus despojos —y ya se confirma que son los suyos— procedentes de la selva. Tampoco en esta ocasión han faltado extraños acontecimientos, como los falsos honores militares con que se los despidió, cínicamente, por parte de sus verdugos.

¿Hay alguna relación? Sí. La percibo en el estremecimiento que causa la muerte por sí misma. Así sea esperada —provocada, la de Cristo— la muerte es hora de tinieblas, al mismo tiempo que de verdad y de reconocimientos no antes rendidos. Del coronel se dijo por sus captores que cayó prisionero en combate y que honró su milicia. Una vez muerto, al igual que Jesús, fue reconocido por sus enemigos como un hombre justo.

Ninguna forma de presentación de ese regreso en féretro, hubiera satisfecho el decoro requerido. Era el instante para la protesta, para el grito ahogado de una sociedad compungida y azotada por la crueldad. En ningún caso para la resignación y casi la complacencia y el agradecimiento a quienes devolvían “con honores” los despojos del prisionero, en aparente gesto humanitario.

Ha tenido Colombia un ejemplo, el más grande, de dignidad, de dolor contenido, de sentido cristiano, en la figura, por lo demás hermosa, de la madre del oficial, quien lleva un nombre apropiado al dominio que suavemente ejerce sobre sí misma y sobre los demás y sobre su trágica circunstancia: la señora Emperatriz.

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