Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En la medida en la cual se le da prioridad a determinar el rumbo económico del país de manera “técnica, no política”, se corre el riesgo de hacer recomendaciones que no tienen en cuenta los procesos políticos requeridos para su implementación y que, por lo tanto, en su intento de no ser políticas, dejan de ser técnicas.
Un ejemplo es la reforma tributaria que se cayó a causa del paro nacional. Numerosos economistas siguen de luto porque el pueblo, ajeno a los encantos de los argumentos que a ellos les parecían tan persuasivos (tan “técnicos”), la rechazó de manera contundente, y la encontró tan indeseable que esta sigue pesando en la conciencia colectiva como un punto en contra de la continuidad de las políticas del actual gobierno. ¿Pero qué tanto merece el calificativo de técnica —hábil, concienzuda, bien pensada— una propuesta de política pública que se debe implementar en una democracia y no tiene en cuenta cómo será recibida por la mayoría de los ciudadanos? No lo merece: la propuesta era de todo menos técnica.
Más aún, el buscar que el manejo de los asuntos de interés general sea ajeno a la “política” es una ilusión. Las entidades como el Banco de la República, el Ministerio de Hacienda o el Departamento Nacional de Planeación pueden incidir sobre el interés general únicamente porque una serie de decisiones políticas les ha otorgado las facultades de las que gozan. Por lo tanto, los técnicos de estas instituciones harían bien en tener presente cuál es su misión política y ejercerla a cabalidad, en vez de pretender que su poder emana del más allá, como el derecho divino de los reyes de antaño. No está bien que los técnicos pongan sus razonamientos por encima de las reivindicaciones populares, sino que estén en diálogo respetuoso y constante con ellas, porque, al fin y al cabo, el poder emana del pueblo y no de la técnica.
