En el penúltimo de demasiados debates previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales, los colombianos vieron a los candidatos acusarse unos a otros de no haber hecho bien las cuentas de lo que cuestan sus programas de gobierno y de no saber de dónde va a salir el dinero para financiarlos.
Las cifras fueron y vinieron, unas más creíbles que otras. Pero se equivoca el ciudadano de a pie si se imagina que, por lo menos en principio, los equipos técnicos de los candidatos tienen acceso a la información necesaria para saber con claridad qué programas le cuestan más al Estado colombiano de lo que le aportan al país, o cuánto le podrían aumentar a cada quien en impuestos para pagar por sus promesas electorales.
En realidad, lo que se puede saber sobre las finanzas públicas es limitado. Esto se debe a una combinación de malas prácticas contables del sector público, que parecen diseñadas para opacar más que para aclarar cómo se usa el dinero de todos, y al extraño recelo de ciertos funcionarios de nivel medio, tanto en el Ministerio de Hacienda como en la DIAN, que se aferran, como si fuera suya, a la información sobre el gasto estatal y los ingresos tributarios necesaria para la tarea.
Ni candidatos presidenciales, ni académicos ni organizaciones de la sociedad civil cuentan con información comparable, digamos, a la que el gerente de una empresa les reportaría a sus accionistas para saber si la empresa anda bien o mal, o si está usando con eficiencia sus recursos.
Lamentablemente, el problema de no saber cómo se va a pagar por las maravillas que nos prometen, o qué esfuerzos se necesitarán para mantener a raya los desastres que nos auguran, va más allá de las competencias aritméticas de los candidatos. La información es poder, y la información sobre los recursos públicos es poder que los colombianos tienen que quitar de las manos de unos pocos.