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Hay una enorme fuerza social desperdiciada. Si paralizáramos el país para exigir mejores preescolares y primarias en vez de subsidios al fertilizante o a la chatarrización, nuestra realidad sería otra.
Con el paro camionero estamos viendo una película vieja. Y no es vieja sólo porque desde 1995 haya habido 25 de estos paros. Lo es porque la vemos varias veces al año en distintos sectores de la economía. Siempre salen los representantes del gremio en cuestión (a veces legítimos, otras veces de representatividad discutida) a decirnos que no conocemos a fondo su negocio, y que si tan sólo supiéramos los costos a los que se enfrentan, entenderíamos por qué es necesario que el gobierno les subsidie esto o lo otro, o que le impida a tal o cual competidor “desleal” o “injusto” participar en el mercado.
Están los taxistas que protestan contra Uber, los campesinos que piden subsidios para el fertilizante y mejores precios para sus productos y, aunque no se vaya a paro sino que haga lobby de traje y corbata, está el sector financiero que logró insertar cláusulas en el TLC que impiden la competencia extranjera.
El problema de todas estas exigencias es que buscan beneficios para sectores económicos aislados y no para todo el país. Sus demandas son buenas únicamente para ellos pero nos cuestan a todos: resultan en mayores impuestos y en costos más altos de transporte, de alimentos, y de servicios financieros.
Estos paros recurrentes deben llevarnos a dos conclusiones. La primera es que tenemos que pensar de nuevo cuál es el papel del gobierno en la economía. No es función del gobierno, al cual financiamos todos con nuestros impuestos, garantizar la solvencia ni el éxito financiero de una industria. El papel del gobierno es garantizar los derechos fundamentales de la ciudadanía, como la educación, la salud y la alimentación básica. En últimas, esto es lo que exigen los manifestantes cuando dicen que su sector está en aprietos. Pero la diferencia es crucial, porque se pueden garantizar estos derechos sin socavar la economía del país.
Segundo, hay una enorme fuerza social desperdiciada. Los sectores populares pueden bloquear el país cuando se lo proponen. Pero no lo hacen para exigir cosas con el potencial de transformar radicalmente a la nación, aunque podrían. Este paro se va a acabar y todo va a seguir más o menos igual. Pero si se hiciera un paro para garantizarle preescolares y primarias de calidad a todos los niños de Colombia, y no sólo a los de estratos altos, en pocos años empezaríamos a ver la diferencia en la calidad de nuestros bachilleres, técnicos y profesionales, lo cual se reflejaría en más productividad y mayores ingresos. Si protestáramos así para garantizar el sistema de salud que queremos, viviríamos en otro país. Si nos manifestáramos para exigir acceso equitativo al sistema judicial para ricos y pobres, campesinos y habitantes de las ciudades, nuestra economía despegaría.
Está bien exigir, porque sólo exigiendo seremos una verdadera democracia. Está bien protestar, y de vez en cuando está bien paralizar el país, pero sólo sirve si se piden reformas sistémicas, de fondo. Si es para subsidiar un fertilizante, una chatarrización, o para impedir importaciones baratas de bienes y servicios que benefician sobre todo a los pobres, vamos a seguir hundidos en el subdesarrollo.
Luis Carlos Reyes, Ph.D., Profesor Asistente, Departamento de Economía, Universidad Javeriana
Twitter: @luiscrh
