Las redes sociales, como la sociedad que reflejan, están llenas de lo que en teología se conoce como convicción de pecado. Condenamos a vivos y muertos desde nuestros celulares, cual jurado del Juicio Final: caen las estatuas de los segregacionistas en Estados Unidos, se tambalean las de genocidas como Leopoldo de Bélgica y Cristóbal Colón, y empezamos a llamar por su nombre el abuso sexual que antes tratábamos como “indiscreciones” de las figuras públicas.
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Los antiguos pecados de la blasfemia y del consumo de alimentos impuros han regresado a la conciencia pública con fuerza sorprendente: usar nombres inadecuados y ofensivos para grupos minoritarios o históricamente marginados empieza a verse como la ofensa que siempre ha sido, y cada vez más personas comienzan a pensar en las implicaciones éticas de su consumo de alimentos: algunos concluyen que es mejor comprar comida con certificación fair trade o rechazan el consumo de productos animales, y profieren su veredicto sobre quienes no hacen como ellos.
Más aún, muchos entienden que condenar a los demás no es suficiente, ya que es hipócrita hacerlo sin volver la mirada sobre sí mismos, y por eso se disculpan, en un miserere moderno, por esos pecados originales que son los privilegios de género, clase o raza.
¿Podemos concluir que estas preocupaciones son exageradas y que lo importante es hacernos pasito porque todos tenemos rabo de paja? ¡De ninguna manera! Todos, como sociedad e individualmente, cargamos con faltas serias contra el código ético que llevamos dentro y nuestra conciencia se encargará de seguírnoslo recordando: esa es la convicción de pecado. Cuando juzgamos a los demás, nos condenamos a nosotros mismos, y ese juicio es fidedigno hoy como lo era hace 2.000 años.
Antiguamente se reconocía, como hoy, la realidad del pecado: pero quienes hoy quieren ser éticos y vivir en una sociedad ética están condenados a una existencia miserable, hasta que no redescubran también la redención de los pecados.