A veces da lo mismo hacer las cosas tarde que no hacerlas nunca. Cuando salgamos de manera lenta y penosa de la crisis económica del coronavirus, lo más frustrante va a ser que el país supo a tiempo lo que tenía que hacer, que los políticos de todos los partidos habrán llegado a un consenso sobre las políticas correctas, que los analistas de los tanques de pensamiento —profetas a la inversa— identificarán correctamente las causas de la debacle y, pese a ello, saber tanto habrá sido inútil porque el país no actuó a tiempo.
La excepción a lo dicho es la activación de los programas de apoyo a la población económicamente más vulnerable: fue rápida y hubo un esfuerzo loable de los funcionarios a cargo para que saliera bien, incluso si sufrió de los problemas acumulados por décadas de informalidad y de incentivos para hacerles trampa a los mecanismos de focalización.
Con todo, llevamos mes y medio de debate público sobre cómo hacer para cumplir la regla fiscal (que no debería ser nuestra prioridad ahora), sobre si está bien que el Banco de la República le preste directamente al Gobierno o si se pueden conseguir suficientes fondos a través de organismos internacionales. Y mientras debatimos, las ventas caen, los despidos se multiplican y las empresas que serían rentables de no ser por la pandemia quiebran. El Gobierno debe subsidiar las nóminas y los costos y gastos operativos de las empresas: los créditos son insuficientes, el Gobierno lo sabe y sin embargo no hace nada.
El Centro Democrático acaba de proponer lo que economistas de todo el mundo propusieron hace meses: subsidios a las nóminas para evitar daños irreparables a la economía. Ojalá sea mejor tarde que nunca. Pero seguiremos siendo un país económicamente mediocre si las reacciones a las crisis, al igual que el cambio estructural, se hacen con la velocidad de un trámite de notaría.
Twitter: @luiscrh
