Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Habiendo avanzado tanto, pero faltando tanto por desarrollar de nuestra constitución, es inaudito cuestionarla acudiendo a cualquier pretexto para facilitar la reelección. El discurso ambiguo del presidente y sus amigos, combinado con amenazas, ha construido un clima de zozobra e incertidumbre claramente inconstitucional.
A pesar de la discusión sofistica entre procesos y asambleas constituyentes, cada vez queda más claro que el “proceso constituyente” se refiere a aglutinar a sus amigos para “constituirse” y cambiar las reglas, como y cuando convenga. El presidente, quien había reiterado y firmado en piedra que jamás convocaría una constituyente, tan solo responde ahora que “no está interesado en la reelección”, solo para afirmar a renglón seguido que irá hasta que su versión de “pueblo” le indique. Además de su falta de interés la reelección se encuentra prohibida constitucionalmente. Por eso es necesario cambiar la Constitución, olvidando que los cambios constitucionales expresan acuerdos de toda la sociedad y no los intereses de una minoría.
El coro de allegados al presidente que la semana anterior agitó la reelección, y las amenazas al Congreso con saltárselo, han dejado ver, finalmente, que tanto ruido se trataba de la reelección. La constituyente fue inicialmente propuesta como amenaza si el Congreso no acataba sus propuestas de reforma. Ante la evidencia de la aprobación de la reforma tributaria, el plan de desarrollo y, probablemente, la reforma pensional, el pretexto es ahora el incumplimiento de los acuerdos con las FARC.
Las estrategias develadas la semana pasada por amigos del gobierno como el excanciller Leyva y el exfiscal Montealegre, según las cuales la ONU pasaría por encima de nuestra Constitución para forzarnos a una constituyente convocada por decreto por el gobierno, el cual podría también, a discreción, extender su periodo, tan solo son variables de la misma conducta antidemocrática para saltarse la ley de mayorías.
Si se realiza cualquier tipo de elección el gobierno sabe que perdería abrumadoramente. Necesitan hacerle un esguince a la regla de mayorías convocando al “pueblo”, es decir a sus seguidores, para imponer sus decisiones, las de una minoría violenta que, a conveniencia, se expresará en las calles, sobre el resto de la sociedad. Reemplazar las elecciones libres por asambleas “populares” de sus amigos. Algunos de ellos hablan de otro periodo, otros de décadas o ad infinitum para realizar los cambios que en su periodo de gobierno han renunciado a gestionar. La fábula de la zanahoria y el burro convertida en realidad política, con “el pueblo” detrás de una zanahoria que jamás alcanzará. Podemos preguntar en Venezuela donde, luego de dos décadas, el imperialismo -y no la constitución que ya cambiaron- les impide ahora convertir en realidades tanta inteligencia.
La alternancia no es un capricho. Se encuentra en la raíz de las sociedades democráticas. Motiva a los gobernantes a rendir cuentas y detiene los abusos de poder. Si tuviéramos elecciones ahora el gobierno, o sus candidatos, perderían por su incapacidad para hacer cumplir la Constitución y las leyes, lo que ocurrirá dentro de dos años y el gobierno lo sabe. Ocurrirá por la destrucción del sistema de salud. Por la rampante violación de los derechos humanos en el Cauca y en toda Colombia y la inseguridad que nos azota, trayéndonos hasta un estado de cosas claramente inconstitucional.
Posdata:
Lo que está ocurriendo no es nada nuevo. Inspirados en el modelo bolchevique, los líderes populistas y autoritarios intentan construir regímenes caracterizados por dos variables: el culto a la personalidad –una herramienta compartida con el fascismo- y la negación, en la práctica, de la ley de mayorías.
La de la revolución bolchevique es una historia que ilustra la manera en que un pequeño partido pudo convertirse en una dictadura durante más de 70 años. Los ideales democráticos -impracticables en la Rusia de los zares- fueron reemplazados por consejos controlados por los bolcheviques estableciendo un modelo al que le han supervivido utópicos epígonos como el binomio Chávez-Maduro. El culto a Lenin y luego a Stalin fue replicado por sus pares Hitler y Mussolini. La pasión por el poder, bien descrita en “El verdadero Creyente” por Eric Hoffer, destaca las formas en que los líderes autoritarios se aprovechan, en todas partes, de la ignorancia y la inconformidad para convertirlas en causas colectivas luego de construir una identidad común y una utopía siempre inalcanzable.
