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Transcurrido el 30 % de su período, el Gobierno ha perdido el respaldo que logró en las presidenciales. No cuenta con una coalición mayoritaria en el Congreso, donde sus fuerzas “propias” siguen siendo minoría. Pese a la negación de la derrota en las elecciones regionales, si no apresura el gran acuerdo que muchas veces ha ofrecido y otras tantas ha evadido, se encuentra a las puertas de una crisis de legitimidad.
Si Petro tuviese oposición y las elecciones no fueron un plebiscito sobre su gobierno, como afirmaron los congresistas Pizarro y Racero, podría pensarse en convocar uno, como propuso la semana antepasada desde China un presidente despistado a punto de “aterrizar”. Asuntos como la gestión de la Paz Total y la reforma a la salud podrían hacer parte del temario, aunque el mecanismo esté desvalorizado luego de que el Gobierno Santos convocara uno para desconocer sus resultados. En las actuales circunstancias, la bandera de un plebiscito sería un formidable argumento político.
“Si mañana hubiera elecciones, ganábamos otra vez”, dijo el presidente Petro en la manifestación convocada por su Gobierno el pasado 27 de septiembre. Apenas un mes después los hechos lo desvirtuaron. Además de la derrota abrumadora en las más importantes ciudades y aunque sumas y restas de las coaliciones no permitan —por la multiplicidad de alianzas— hacer comparaciones en alcaldías y gobernaciones, los resultados de asambleas y concejos confirman al Pacto Histórico como un hecho episódico del pasado, una alianza más coyuntural que histórica para ganar una elección, sin mayorías en el Congreso, tampoco en los ejecutivos y corporaciones regionales, y mucho menos en la opinión. Hoy por hoy —como lo ha sido desde siempre—, el pacto es el verbo de Petro y lo que le queda de gobierno, con sus limitaciones y problemas.
El contraste entre la magnitud de sus promesas de campaña y su escasa capacidad de gobierno hizo que sectores de centro que lo apoyaron dejaran de hacerlo, como venían mostrando las encuestas que, por cierto, anticiparon los resultados de la elección. Sectores de izquierda no tan radicales se desplazaron hacia el centro y sectores de centro, a la derecha. El más reciente estudio de Invamer mostró que unos días antes de la elección se reconocieron “de izquierda” apenas el 25,1 % de los barranquilleros, el 23,9 % de los caleños, el 15,6 % de los medellinenses, el 20,5 % de los bogotanos y el 17,6 % de los bumangueses.
El Gobierno no pareciera enterado del fuerte mensaje que le hizo llegar “el pueblo” al que considera representar. Parece más interesado en mejorar la apariencia, al maquillarla, de semejante derrota para su particular auditorio. Necesitado de un “cambio” para mejorar sus propias capacidades de gobierno, continúa como si tal. Transita el mismo camino que lo condujo hasta los resultados del 29 de octubre.
El deterioro del respaldo a su gestión ha sido consecuencia de sus propios yerros, problemas legales y familiares, y falta de gestión, más que virtudes de una oposición que no ha existido. Ha disfrutado el escenario político en solitario, lo que luego de la derrota del 29 comienza a cambiar. Incluso la negociación al detal con los congresistas en el proceso de aprobación de sus reformas se ve afectada por ello, como se observa en la parálisis legislativa. Ante la debilidad del Gobierno, sus eventuales socios elevan los costos de transacción. Se empieza a sentir la presión sobre la necesidad de que el Consejo Nacional Electoral —inexplicablemente cuestionado por el presidente cada vez que puede— resuelva la investigación de una eventual violación de topes en la campaña presidencial.
Al Gobierno y a todos nos conviene que, esta vez, su ofrecimiento de un acuerdo nacional se haga realidad. Podríamos, en breve, padecer una crisis de legitimidad que a nadie le conviene.
