Luego de años de desorden, vandalismo y caos la ciudad necesitaba garantizar la libre movilidad y la seguridad de las mayorías sin ceder al chantaje de minorías ruidosas y/o violentas. El Decreto que restringe la circulación de motocicletas —entre ellas la prohibición de parrillero durante el puente de Halloween— no es caprichoso; parece, más bien, la decisión responsable de una autoridad que entiende la prevalencia del interés general sobre intereses particulares y bloqueos que se han convertido en costumbre, paralizando a la ciudad cuando a alguien se le ocurre.
Ante el déficit de transporte público en Colombia hoy existen más motocicletas que vehículos. A diciembre de 2024 se estimaba el inventario en 12,4 millones. La tendencia es creciente: en 2024 se matricularon 815.621, un 20 % más que en 2023. Los requisitos de capacitación de conductores, sin embargo, no se corresponden con su importancia y niveles de riesgo. Las motocicletas están asociadas con más del 60 % de las muertes en accidentes de tránsito, una cifra en constante crecimiento. Entre enero y abril de 2024, 1.424 motociclistas murieron en accidentes de tránsito en Colombia, lo que significó un aumento del 16,3 % respecto al mismo período de 2021. Pese a ello se ha estimado que representan más de un 75 % de los vehículos que no pagan el SOAT. Nadie se atreve a ponerlas en cintura. No es “popular” siendo indispensable hacerlo. Se necesita el tipo de valor que reconozco en al alcalde.
No es gratuito que la Alcaldía hubiese tomado la decisión de detener las llamadas rodadas de Halloween que se han puesto a la ciudad, literalmente, “de ruana”. En años recientes estas “celebraciones” se han asociado con incidentes graves: el año pasado las rodadas en Bogotá -hordas ruidosas que desafiaron el sueño de miles de Bogotanos- estuvieron caracterizadas por infracciones, intolerancia y muertes. Muchos motociclistas, según múltiples registros y denuncias públicas, incumplen normas básicas de tránsito y se ha vuelto costumbre verlos pasando otros vehículos por la derecha, cerrándolos o compitiendo entre ellos en plena vía pública. La amenaza de bloqueos opera como herramienta para evitar sanciones y las autoridades suelen retroceder por temor a la paralización de la ciudad, con el efecto inmediato de privilegiar a quienes bloquean las vías sobre quienes las usan para trabajar y vivir, un fenómeno que se volvió visible desde los episodios del estallido social estableciendo una peligrosa e inaceptable práctica: los derechos de quienes protestan parecen “superiores” cuando sus acciones violentas ponen en jaque los derechos de millones, como ocurre cada vez que bloquean a Transmilenio con cualquier pretexto lo que debería merecer las más fuertes sanciones.
Privilegiar el derecho a la protesta implica también reconocer límites cuando vulnera derechos de terceros y amenaza la seguridad pública. La medida del alcalde Galán busca equilibrar derechos restringiendo temporalmente un comportamiento que en condiciones específicas ha demostrado que pone en riesgo a la ciudadanía. Tal y como está ocurriendo con el orden público, ante el fracaso de la Paz Total; ante la ausencia de respuestas coordinadas desde el gobierno nacional, corresponde a autoridades locales —en este caso la Alcaldía de Bogotá— asumir la responsabilidad de proteger a su población. Hacerlo no es usurpar competencias sino cumplir una función constitucional.
La afirmación “en Bogotá tenemos alcalde” no se refiere a una figura personal, sino al restablecimiento de la función básica del Estado en la ciudad. Si queremos una ciudad segura, donde los derechos se respeten de forma igualitaria, esa es la clase de decisiones que debemos respaldar. La autoridad que actúa para proteger a la mayoría -en una época en que los gobernantes se preocupan solamente por su minoría clientelar- merece no sólo comprensión, sino también apoyo crítico cuando su objetivo se refiere a la restitución y protección del interés general y la convivencia.