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Siendo una forma de participación o una expresión de insatisfacción, ante el agotamiento o insuficiencia de otros canales de los sistemas políticos, en la era de las redes, las verdades alternativas y la manipulación de sentimientos y emociones, “la calle”, una válvula de desfogue históricamente espontanea de la ciudadanía, se viene convirtiendo en un instrumento de presión o chantaje político; una herramienta para la división de las sociedades y la confrontación violenta. Lo que ahora ocurre sorprende a unas instituciones democráticas basadas en reglas a las que la mezcla de la calle y las redes no se ha incorporado plenamente. En la era de los cambios tecnológicos la democracia apenas delibera y marcha, mientras el populismo autoritario viaja en avión.
Ocurre en Francia como en Colombia. En París, como en la Bogotá de la pandemia, la barbarie se apropia de los espíritus. Se incendian bienes públicos, centros policiales y hasta escuelas. Las protestas son protagonizadas por jóvenes exaltados motivados, convocados y coordinados en las redes. El presidente Macron señaló, con razón, que las redes propiciaron la construcción de una realidad artificial paralela entre los manifestantes de la que obtienen provecho los extremos. Las redes sociales generan conductas claramente antisociales.
La semana pasada en la bella Bucaramanga lo que pudo ser un accidente se convirtió en una asonada. La reacción solidaria de centenares de motociclistas, ante lo que se presentó como un exceso de autoridad con consecuencias catastróficas, fue violenta pudiendo ser peor. El rumor según el cual un miembro de la policía habría sido responsable fue motivo suficiente. ¿Se ha comprobado tal afirmación? No hizo falta. Una turba se “informó” a través de las redes y, en consecuencia, actuó. ¿Qué pudieron hacer las autoridades entre tanto? Aparte de reaccionar de manera tardía, muy poco. No tienen protocolos para los rumores o mentiras “inmediatas”. Menos para anticiparse a sus fatales consecuencias. La legislación tampoco las tiene. Se encuentra sorprendida ante la manipulación de la voluntad política colectiva, corazón de una democracia desbordada por los cambios tecnológicos.
Ahora el fantasma de la manipulación recorre al mundo, o, mejor dicho, campea. La manera como se hacen visibles y amplifican narrativas no probadas en las redes se ha convertido en regla. Ha ocurrido en todas partes, como en las más recientes elecciones norteamericanas cuando la versión de un supuesto fraude electoral generó poco menos que una insurrección para “negar” los resultados. Una mentira comprobada legalmente, pero convertida en realidad aún ex post, en la mente de muchos ciudadanos.
A diferencia, por ejemplo, de las protestas de mayo del 68 en Francia, sus “razones” son ahora más viscerales o emocionales. Los convocantes tienen una mayor influencia en la opinión. Mejor e inmediata capacidad de convocatoria. No tienen necesidad de “probar” sus versiones o narrativas. El proceso de percepción, en la base de las decisiones políticas, se ha alterado. Son algunas razones que explican las preferencias de comunicación en las redes por parte de los gobernantes populistas. Para trinar o posicionarse -más bien posesionarse- en la mente de sus seguidores, una antesala del poder ya no virtual sino real para la toma de decisiones. ¿Es verdad que nuestro sistema de salud es de los peores del mundo? La ciencia, las matemáticas y sus instrumentos de medición demuestran lo contrario, pero esa afirmación se ha convertido en “verdad sabida”, la que no es necesario poner a prueba, para fanáticos incautos y apasionados.
En Francia, como en Estados Unidos o en Colombia, el sistema político no estaba ni está preparado para la combinación de la calle, la manipulación y polarización o el abuso de emociones y sentimientos negativos utilizando las redes. La libertad de expresión no debe tener cortapisas, pero ¿ceben la democracia y las naciones conformarse con una supuesta autorregulación por parte de cuatro empresas globales como única garantía para su supervivencia?
