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El crecimiento de la economía -3,6 % en el tercer trimestre- no deja de ser una buena noticia que, sin embargo, no es “real”. No es una expresión de mejoras en competitividad, innovación o productividad. Se encuentra sustentado en un gasto público desbordado y en aumento de la deuda externa que los colombianos en los próximos gobiernos tendremos que pagar. Otros ingresos, como los generados por el incremento en los cultivos ilícitos, no son sostenibles y una nueva alza en el salario mínimo duplicando la inflación, como han solicitado los sindicatos y ofrecidos sectores del gobierno, agravaría el déficit fiscal; afectaría negativamente los niveles de empleo y sería inflacionaria perjudicándonos a todos.
El motor del crecimiento ha sido fiscal y no estructural. Se trata de un crecimiento “artificial” comprado con gasto público y deuda y no de mejoras en productividad. El gasto público, con un crecimiento del 8 %, explica en buena medida la cifra. Con ingresos deficientes se han disparado los gastos en administración pública, defensa, salud y servicios sociales. Cuando el Estado se convierte en la fuente más importante de demanda -la formula keynesiana- se incrementa el riesgo político al adquirir compromisos de gasto que, en algún momento, deben ajustarse. Se supone que inversión y gasto público reactivan la economía buscando dinamizarla temporalmente, pero no reemplazarla. Lamentablemente el actual gobierno no ha “sembrado” -salvo en las cuñas publicitarias- nuevos sectores que nos permitan ser optimistas. En circunstancias como las que tenemos no se trata de intervención del Estado para afrontar una crisis -Keynes-, sino de populismo irresponsable buscando votos de incautos.
El gobierno ha recurrido todas las maromas imaginables -incluyendo un ministro muy obediente- para sobreaguar temporalmente, como ha ocurrido con los aumentos de ingresos reiteradamente esperados e incumplidos en los marcos fiscales; la presentación de presupuestos desfinanciados o la elusión de la misma regla fiscal. Las consecuencias se empiezan a sentir. Desde ya se está presentando un aumento de la tasa de interés que pagan los bonos públicos. Los inversionistas cobran el riesgo que asumen en razón al déficit fiscal, creándose un mercado “paralelo” no influenciado por las tasas que establece la Junta del Banco de la República y tampoco por las cifras de inflación: existe una relación directa entre déficit fiscal y prima de riesgo. El incremento lo pagamos y pagaremos todos.
De acuerdo a un informe del 15 de noviembre del Comité Autónomo de la Regla Fiscal, los ingresos reales en 2025 se encuentran casi 6 puntos por debajo del 14,9 % de incremento esperado por el gobierno en el Marco Fiscal de Mediano Plazo. Sus cálculos estiman que al cerrar el año el recaudo real estará 8,3 billones por debajo del esperado.
A la calamitosa situación fiscal se adiciona un anuncio que genera presión fiscal adicional: el Gobierno ha planteado subir el salario mínimo por encima de la inflación y los sindicatos ya han solicitado un incremento de dos dígitos. Un aumento de esa magnitud, en un contexto donde muchos precios y referentes se encuentran ligados al mínimo, genera cargas para las empresas y, por supuesto, para las finanzas del Estado. Si se trata de redistribuir renta y recuperar poder adquisitivo, las respuestas deben ocuparse de competitividad y sostenibilidad y no de impactar con una medida efectista, artificial y artificiosa en periodo de elecciones. Con una inflación esperada del 5,2 % y sin mejoras observables en productividad se trataría de un incremento irracional y abusivo. Un engaño.
