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Las masacres simultáneas de ciudadanos inermes y miembros de la fuerza pública ocurridas la semana anterior nos hacen pensar en una elaborada estrategia de desestabilización de las instituciones y el calendario electoral iniciada con el crimen de Miguel Uribe Turbay y confirman el fracaso de la Paz Total. No se trata solamente de un fracaso técnico u operativo: es político, ético, simbólico, militar y estratégico. El presidente ha traído al país hasta una encrucijada en la que el Estado parece haber renunciado a gobernar, y donde la ambigüedad presidencial se ha vuelto materia prima de la incertidumbre.
Luego de tres años de desgobierno hemos vuelto a un pasado signado por el narcotráfico que nunca nos abandonó, pero se confundió, desde el gobierno, con justificados reclamos o actitudes políticas. No podemos negociar dietas veganas con tigres o tiburones, advertimos entonces desde esta columna. Lamentablemente, el tiempo y el ministro de Defensa -el presidente no porque como jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata- nos están dando la razón; “Estos criminales traicionaron esa voluntad y se fortalecieron, tanto en capacidades como en número, producto del narcotráfico”, expresó el ministro reconociendo un fracaso que muchos advertimos.
No caben más discursos ni promesas. Las cifras son contundentes: el número de miembros de organizaciones ilegales se ha duplicado desde 2021 llegando nuevamente a 22.000 hombres según informes recientes; el delito de terrorismo -sin considerar cifras de agosto- se incrementó en un 75 % desde 2021 y la tasa de secuestros, prácticamente, se duplicó en el mismo periodo al pasar de 0,31 a 0,59 por cada 100.000 habitantes, de acuerdo con cifras del Ministerio de Defensa.
Nuestro país se encuentra en una encrucijada. No solo por la violencia que arrecia, sino por la percepción de que el gobierno perdió el rumbo, si alguna vez lo tuvo. La “Paz total” ha sido, más que una política de Estado, una apuesta personal, sin consensos, sin institucionalidad, sin evaluación, sin participación de “el pueblo” ni rendición de cuentas. La apuesta fracasó y nuestro Estado de derecho se encuentra -como nunca antes- en altísimo riesgo.
La coyuntura combina factores internos de desgobierno con presiones externas de alto valor y riesgo estratégico. Los atentados evidenciaron la vulnerabilidad del Estado frente a actores armados ilegales y marcan un punto de inflexión. A esto se suma la creciente percepción -motivada en declaraciones de altos funcionarios- de que el gobierno Petro, en su fase final, podría buscar mecanismos para intentar prolongarse en el poder, en medio de escándalos de corrupción y una erosión acelerada de la legitimidad institucional.
Las contradicciones entre el dictador venezolano y el gobierno colombiano sobre la llamada zona binacional -respecto de la cual las cortes mantienen un ruidoso e inexplicable silencio- no hacen más que complicar el escenario. Mientras para el ministro Benedetti -el de los 15.000 millones- no se trata de un acuerdo militar, para Maduro, expresamente, lo es, llegando a afirmar, en medio del pánico que le produce la presencia militar estadounidense en el Caribe, que sus milicianos de papel los dirigirá hacia nuestra frontera, amenazando, una vez más, con su influencia sobre el ELN y otros grupos ilegales. Colombia necesita ayuda contra el narcotráfico, pero no de dictadores ni criminales. Democracias de países consumidores y corresponsables, como Estados Unidos o el Reino Unido, que siempre nos han tendido la mano, nos pueden de nuevo ayudar.
Al presidente se le acaba su periodo de gobierno en medio de discursos altisonantes y sofísticos que, como es su costumbre, incentivan la polarización. El fracaso del “cambio” y de la paz total nos hace desconfiar de fórmulas mágicas. Colombia necesita menos ambigüedad y más instituciones; menos protagonismo y más soluciones y más ciudadanía; menos discursos y más estado de derecho.
