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El proyecto de zona binacional –del que nos enteramos en mayor detalle gracias al dictador de Venezuela– puede interpretarse como parte de un proceso de integración o como una cesión silenciosa de nuestra soberanía. Lo que no admite dudas es el secretismo, en relación a un tema de semejante importancia, y el contexto. Por Colombia, lo firmará un gobierno saliente que, de paso, reconoce formalmente a la dictadura. Su capacidad para comprometer asuntos de tanta envergadura –especialmente sin una consulta a la ciudadanía al congreso y a las Cortes– no puede exceder su periodo y su mandato, mientras la Constitución se encuentre vigente.
La historia de los acuerdos binacionales suele desarrollarse en condiciones de transparencia, consenso y respeto a la institucionalidad. No es el caso del memorando de entendimiento firmado entre los gobiernos del presidente saliente de Colombia, Gustavo Petro, y el dictador Nicolás Maduro, que propone –en la práctica– la creación de una zona de gobierno compartido en los departamentos colombianos de Norte de Santander, Cesar y La Guajira, junto con los estados venezolanos de Táchira y Zulia. Un acuerdo de esta magnitud, anunciado por Maduro en televisión nacional y apenas insinuado en Colombia, debe ser analizado, con prioridad y premura, por el Congreso y las cortes, considerando el riesgo evidente para nuestra soberanía como nación.
Una motivación oculta parece clara: consolidar una alianza política que trasciende fronteras, en un momento en que Petro enfrenta un agudo declive y Maduro busca legitimidad internacional y establecer una retaguardia frente a una eventual “invasión”. La zona binacional, presentada como una “zona de paz” y desarrollo económico, sería, de hecho, un enclave chavista en territorio colombiano, sin que medie control democrático ni supervisión institucional. Se trata de una zona de notoria influencia del ELN, que trasladó recientemente un ejército desde Arauca hasta el Catatumbo por territorio venezolano, país donde son arropadas buena parte de sus fuerzas.
Desde el punto de vista constitucional, el acuerdo vulnera principios fundamentales. El artículo 9 de la Constitución establece que “las relaciones exteriores del Estado se fundamentan en la soberanía nacional”. El artículo 150 señala que corresponde al Congreso “aprobar o improbar los tratados que el Gobierno celebre con otros Estados o entidades de derecho internacional”. Nada de esto ha ocurrido. No hay debate público, ni control legislativo, ni consulta popular. La opacidad es la norma.
Simultáneamente, el proceso de la compra acelerada de Monómeros refuerza la sospecha de una agenda paralela. La operación requiere autorización de Estados Unidos, dado que Monómeros está sancionada por la OFAC. ¿Por qué tanto afán? ¿Es esta compra parte del mismo oscuro paquete político que la zona binacional?
Reconocer en la práctica a la dictadura de Maduro, mediante acuerdos que comprometen la soberanía y la seguridad nacional, no puede entenderse como integración. Parece más bien una rendición o entrega. Mientras Venezuela avanza en su narrativa de unidad territorial, Colombia permanece en silencio. El Congreso no ha sido convocado, la ciudadanía no ha sido informada, y el acuerdo se presenta como un hecho consumado.
El presidente no puede, en democracia, gobernar sin rendir cuentas, ni respetar los límites constitucionales, mucho menos mientras debería estar preparando la entrega de su cargo. ¿Será que la ñapa de la herencia que nos quiere dejar es un territorio cogobernado con la dictadura? La zona binacional no es una utopía bolivariana: es una amenaza real a la institucionalidad colombiana.
