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La llamada “Zona Binacional” con Venezuela, establecida mediante un “acuerdo”, puede tener múltiples interpretaciones y prestarse a graves desentendidos, como ha ocurrido con su supuesto “componente militar”. Mientras para la dictadura de Maduro siempre lo ha incluido, para el ministro del Interior de Colombia no. La semana anterior, sin embargo, el régimen venezolano afirmó que se trataba de la cuota inicial del “Ejército Libertador de Suramérica”, coincidiendo con las instrucciones de Petro al ministro de Defensa según las cuales “sin miedo hay que articular inteligencia y acción de las Fuerzas Militares de Venezuela y las nuestras”.
El inminente conflicto entre los Estados Unidos y el régimen venezolano hacen indispensable que el presidente Petro, las cortes y el Congreso establezcan alcances y límites a lo que está ocurriendo. Desde el punto de vista jurídico, el gobierno de los Estados Unidos ha explicado a su Congreso las razones de su movilización de tropas. El régimen ha sido acusado de liderar una red de narcotráfico y proteger grupos armados colombianos dedicados a ello. Para los estadounidenses, como para la mayoría de los colombianos y venezolanos, Maduro no es el presidente legítimo de Venezuela. Así lo consideró el gobierno Biden -y no solamente Trump-, quien reconoció a Edmundo González como presidente legítimo del país hermano. ¿Debería Trump solicitar permiso a González para iniciar su acción militar o ya la tiene?
Nuestro presidente lo sabe, pero... ¿por qué insiste? El costo de consolidar una narrativa de soberanía e integración regional y aumentar la tensión con Estados Unidos para movilizar a su base electoral y distraer la atención de la crisis fiscal e institucional que caracteriza el final de su gobierno puede ser muy alto. Este o cualquier gobierno preferiría terminar su periodo señalado de diferencias políticas o ideológicas que seguir ventilando inocultables hechos de corrupción o el desastre en áreas como Paz Total y la salud pública. En el mismo sentido ha convertido el problema palestino en un punto de “honor”, debiendo serlo la solución de dos estados con que el mundo democrático coincide.
De acuerdo con nuestra Constitución, el presidente es el comandante de las Fuerzas Armadas, pero no puede autorizar cooperación militar internacional sin el trámite de un tratado. El gobierno puede negociarlo y firmarlo, pero debe ser aprobado por el Congreso, un procedimiento que no ha ocurrido. Tampoco puede comprometer a las Fuerzas Armadas en acciones conjuntas con otro país sin control legislativo y constitucional. El artículo 241 de la Constitución establece que la Corte Constitucional debe realizar el control previo de constitucionalidad de los tratados internacionales. No se trata de un “trámite” opcional o caprichoso, sino de los contrapesos propios del sistema. Se encuentra comprometido el Estado y no solo el gobierno.
El argumento de primacía de los derechos humanos, frecuentemente invocado por gobiernos autoritarios, no significa la elusión del control constitucional. No puede convertirse en excusa para eludirlo siendo, más bien, una razón para reforzarlo. El principio de supremacía constitucional no se anula por la existencia de tratados: se armoniza con ellos. Excepciones que invoquen su carácter “humanitario” deben considerarse en relación a las normas constitucionales. Siendo tanto lo que se encuentra en juego cortes y congreso deben, ante la urgencia que las circunstancias requieren, pronunciarse, a riesgo de eludir sus responsabilidades y dejar nuestra democracia y nuestras libertades al garete.
Si tenemos un tratado corresponde cumplirlo y este debe contar con los controles establecidos por la Constitución de parte de las cortes y el Congreso; pero si no lo tenemos a nadie –comenzando por el presidente- debe parecerle extraño su desconocimiento.
