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Al igual que en 2022 la estrategia del presidente Petro para las elecciones de 2026 no gira en torno a propósitos nacionales que mejoren de manera tangible la vida de los colombianos. Tampoco a la corrección del rumbo luego de una deficiente gestión. Gira en torno a la distracción que le ayude a evitar o postergar una inevitable rendición de cuentas, un objetivo que conseguirá si su movimiento se mantiene en el gobierno. Ante su inocultable fracaso y los escándalos que rodean a sus ministros, asesores y familiares, y la pérdida de respaldo popular, ha optado por agitar dos banderas: una supuesta rivalidad con Donald Trump -erigiéndose como su opositor como antes lo hizo con Uribe obteniendo réditos- y la convocatoria de una constituyente.
La primera es un recurso emocional. Petro sabe que el antiamericanismo aún moviliza a viejos sectores radicales y lo utiliza como artificio sofístico. Presentarse como antagonista de Trump le permite reactivar ese reflejo ideológico. Al igual que otros regímenes autoritarios el gobierno colombiano necesitaba un enemigo externo para cohesionar a sus seguidores, desviar la atención de los escándalos internos y justificar una narrativa de resistencia. Lo encontró, recibiendo el apoyo incondicional del dictador Maduro quien afirmó: “Lo que es con Petro es conmigo”. Al mismo tiempo, la oposición a Trump le permite canalizar simpatías de la oposición demócrata en Estados Unidos intentando amortiguar la natural reacción. Pero lo que gana con Maduro lo pierde ante la opinión pública colombiana y la internacional. La alianza Petro - Maduro –recordemos la Zona Binacional- es una inocultable realidad.
La segunda bandera, la constituyente, es más peligrosa. No es una propuesta jurídica ni una respuesta institucional a una crisis democrática. Es un instrumento de poder. Petro busca con ella tres objetivos: primero, abrir la puerta –si puede- a su propia reelección, como lo sugieren las facultades extraordinarias incluidas en el proyecto de ley; segundo, gobernar sin mayorías, mediante una arquitectura constitucional que privilegie a minorías afines y permita imponer decisiones por vía de interpretaciones subjetivas; y tercero, reconfigurar el sistema político para que la oposición quede reducida a una formalidad, como ocurrió en Venezuela.
Petro se ha quedado sin calles, sin mayorías y sin rumbo. La evidencia de que ha perdido “las calles” es clara. Las convocatorias recientes han sido deslucidas y al momento de escribir esta columna, es previsible que las movilizaciones del viernes 24 de octubre confirmen esa tendencia. También se anticipa una baja participación en la consulta del Pacto Histórico del domingo 25, muy inferior a las votaciones que obtuvo Petro en sus mejores momentos. El desgaste es real. La calle ya no responde, por más violenta que se ponga y por más maniatadas que se encuentren las autoridades, como denunció el alcalde de Bogotá.
Antes de que los jóvenes —que votaron por promesas de cambio– le reclamen por su fracaso, se intenta instrumentalizarlos. Se sabe que la generación Z ha sido protagonista de movilizaciones en otros países contra gobiernos autoritarios y corruptos. Por eso pretenden canalizar su inconformismo hacia la violencia focalizada, promoviendo disturbios en universidades públicas de Bogotá y Cali, y tolerando inéditos ataques como los registrados con flechas durante la protesta frente a la embajada de Estados Unidos en Bogotá. No se trata de pedagogía política, del problema palestino o cualquier otro. Es manipulación emocional con fines de confrontación. El Movimiento Estudiantil colombiano se encuentra demorado en pronunciarse.
Por eso la constituyente no es una propuesta democrática. Es una maniobra desesperada. No busca ampliar derechos ni corregir injusticias. Busca blindar un proyecto personal que ha perdido legitimidad. Y mientras tanto, los problemas reales de Colombia siguen sin atenderse: la crisis fiscal que heredará el próximo presidente, el colapso del sector de la construcción, la parálisis industrial, el deterioro de la inversión; el desastre de la salud y la “paz total”, etc. Nada de eso se resuelve con una constituyente ni con discursos contra Trump.
Es hora de que el país se ocupe de lo estructural. De que se despeje la agenda presidencial de artificios sofísticos y afrontemos la realidad con rigor. Colombia no necesita una nueva constitución. Necesita un nuevo gobierno que respete la que tenemos y la haga cumplir.
