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A Propósito de la Comisión Histórica

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Luis Fernando Medina
17 de febrero de 2015 - 04:18 a. m.
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El informe de la Comisión Histórica del Conflicto nos va a tener ocupados por mucho tiempo.

No sé si quienes la convocaron creyeron que de allí iba a surgir el análisis definitivo del conflicto colombiano. Espero que no porque es obvio que dicho análisis definitivo nunca va a existir. Siempre habrá desacuerdos de interpretación. Para mí es buena noticia porque quiere decir que tendré tema para varias columnas.

Uno de los puntos que se discuten en el informe, recogiendo viejas polémicas entre académicos colombianos, es el de las “causas objetivas” del conflicto, en especial el papel de la innegable desigualdad económica y social en Colombia. El debate adquirió ribetes de polarización un tanto nocivos cuando se volvió moneda corriente en el país el trabajo de Paul Collier y sus coautores que supuestamente demostraba que no existe ninguna correlación estadística entre desigualdad y violencia. Para muchos, el trabajo de Collier demostraba que no existía ninguna relación entre las condiciones socioeconómicas del país y la insurgencia armada de manera que la única posible explicación al conflicto tenía que ser la acción delincuencial de unos narcotraficantes de camuflado. Como se repetía en aquella época, los niveles de pobreza y desigualdad en Colombia no son peores que los de muchos países de la región que, sin embargo, no tienen guerrillas.

Tras una década de aparecidos los trabajos de Collier, ya han perdido buena parte del lustre que gozaron a medida que se han ido acumulando críticas. Una debilidad del trabajo de Collier que tiene mucho que ver con la situación colombiana es que ignora que el proceso de gestación y, más importante aún, sostenimiento, de las insurgencias armadas es mucho más complejo que las simples ecuaciones de su análisis.

La decisión de tomar las armas nunca es fácil ni se da de la noche a la mañana. Todo grupo insurgente nace de experiencias previas de movilización y durante toda su existencia se enfrenta siempre a la posibilidad de cursos de acción distintos al armado. De modo que bien puede ocurrir que en regiones donde la desigualdad y la pobreza son ya intolerables, las insurgencias encuentren que hay alternativas políticas legales más atractivas.

Un ejemplo al otro lado del mundo puede ser útil. En la India operan desde 1967 varias guerrillas de inspiración maoísta llamadas Naxalitas por el pueblo donde estalló la insurgencia (una insurgencia apenas dos años más joven que las FARC). Se trata de un proceso del que podemos aprender mucho en Colombia por las semejanzas y diferencias. Pero hoy me voy a referir a un caso particular. Una de las múltiples facciones, de hecho, la que puede reclamar para sí la más estricta continuidad histórica con el alzamiento del 67, es la denominada Partido Comunista de la India – Marxista Leninista (Liberación) (PCI-ML Liberación) que opera en el estado de Bihar. Bihar es, sin lugar a dudas, uno de los estados más disfuncionales de la India desde todo punto de vista. Sus niveles de pobreza son comparables a los países más pobres del Africa subsahárica. Es una de las regiones donde más insidiosa y devastadora ha sido la exclusión resultante del tradicional sistema de castas. Los niveles de corrupción e inoperancia del sistema político son escandalosos. Pero, curiosamente, por eso mismo el PCI-ML Liberación encontró un terreno abonado tan fértil que gradualmente se fue legalizando a sí mismo y hoy en día se mantiene como un partido político viable en la oposición. Hasta el antiguo gobernador de Bihar, Laloo Yadav, un demagogo inveterado, se autodenominaba un “Naxalita democrático.”

En ese sentido, el hecho de que las condiciones socioeconómicas de Colombia no sean peores que las de Bihar o, para no salir del vecindario, Ecuador o Bolivia, no invalida el nexo entre desigualdad y violencia. Más bien lo que sugiere es que, para mal de nuestros males, la Colombia de la segunda mitad del siglo XX se quedó entrampada en una situación en la que cosechó algunos éxitos de crecimiento económico, de mejora de las condiciones sociales e incluso de redistribución pero dichos éxitos fueron más bien magros.

En los años 60, durante el consenso bipartidista del Frente Nacional, la esperanza de los tecnócratas keynesianos de aquella época era que la combinación de reforma agraria e industrialización centrada en el mercado interno iba a poder resolver el problema del campesinado sin tierra a la vez que las ciudades absorbían la mano de obra excedente del campo. Pero, y en esto el parecido con la India es otra vez sugerente, tanto la reforma agraria como la industrialización se estancaron en un punto en el que había suficientes problemas sociales en el mundo rural como para generar y sostener una insurgencia armada, pero donde también la brecha campo-ciudad era suficientemente grande como para impedir que dicha insurgencia se extendiera en los centros urbanos, como esperaban sus líderes. El resultado está a la vista: ni revolución, ni estabilización sino un conflicto prolongado por décadas, que se va degradando.

Hay otros factores, por supuesto. Tanto en la India como en Colombia el neoliberalismo cambió el panorama del campo exacerbando algunos de los viejos conflictos. En ambos casos los recursos minerales han sido fuente de nuevas formas de violencia. En ambos casos se han desatado feroces ofensivas paramilitares. Y, obvio, en Colombia irrumpió el narcotráfico. Al fin y al cabo, tengo que dejar tema para otras columnas. Pero de momento me limito a proponer que, en vez de ensalzar o demonizar el Frente Nacional, el periodo formativo de la actual insurgencia, nos iría mejor si tratáramos de ver su problemático legado teniendo en cuenta que la historia siempre está llena de claroscuros.

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