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A propósito de la crisis fronteriza

Luis Fernando Medina

01 de septiembre de 2015 - 11:38 p. m.

¡Vaya momento para reanudar la columna después de un descanso! Otra vez se está incendiando la frontera con Venezuela. Tranquilicémonos.

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No hay razón para escalar la tensión a punta de gritos patrioteros y expresiones xenófobas. Para estas situaciones hay canales diplomáticos y, por lo visto, dichos canales están funcionando. Lentamente, porque siempre es así, pero funcionando.

Seguramente, a estas alturas de la crisis los lectores ya han leído todo lo que se debía leer (y más de una estupidez) sobre la situación. En líneas generales, el diagnóstico es fácil: la Administración Maduro se está hundiendo en su propia incompetencia, dejando que la situación económica empeore a pasos agigantados, y ya con poco tiempo para repuntar antes de las elecciones del 6 de Diciembre. Como ya está viviendo día a día, incapaz de resolver las crisis más allá de unas pocas semanas, acude a medidas efectistas, que generan titulares y, según las encuestas, apoyo en la opinión, pero a costa de agravar los problemas o, como en este caso, incurrir en serias arbitrariedades y atropellos.

Pero si miramos más al fondo, vemos que esta crisis tiene enseñanzas muy profundas. Vamos por partes. Nadie niega que hay un serio problema de contrabando en la frontera. El gobierno venezolano dice que el 40% de los alimentos de Venezuela salen ilegalmente hacia Colombia. No tengo ni idea de dónde sacaron esa cifra pero suena exageradísima. Pero aún si fuera la décima parte, reducir la oferta de alimentos de cualquier país en un 4%, sobre todo en tiempos difíciles, es un golpe duro. Ahora bien, resulta obvio que semejante hemorragia está alentada por el diferencial cambiario que, en buen romance, quiere decir que el gobierno venezolano lleva años con una política cambiaria patológica mediante la que termina regalando dólares muy baratos a quien importe (o diga que va a importar…) alimentos y bienes básicos. Y eso para no hablar del precio de la gasolina (también regalada) aunque, justo es decirlo, ese es un vicio que viene desde muy vieja data. Hace mucho que existe un consenso entre economistas venezolanos, chavistas, moderados y antichavistas, de que hay que sincerar el precio del dólar y el de la gasolina. En teoría, con un decreto de dos artículos el gobierno venezolano podría poner fin a semejante locura.

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Pero el tal decreto no llega y, por lo visto, no llegará mientras Maduro sea presidente. ¿Por qué? Hay dos explicaciones y ambas pueden ser ciertas al mismo tiempo. Por un lado, hay sectores corruptos, muy cercanos al gobierno, que se benefician del dólar barato. Por otro lado, sincerar los dos precios podría generar un choque inflacionario políticamente muy costoso. De hecho, hace un tiempo, según algunas encuestas, ambas medidas eran altamente impopulares.

Así, incapacitado para tomar las decisiones más duras, contra los actores más fuertes, Maduro termina tomando las decisiones más fáciles, contra los más débiles. No es solo en política externa. En Colombia no se ha mencionado pero justo por estos mismos días, el organismo electoral está sacando de las elecciones a Marea Socialista, un grupo procedente del chavismo que quiere lanzarse como partido para poderse distanciar de los errores y la corrupción del gobierno.

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Con esto llego a la lección sobre la que debemos meditar. El chavismo en Venezuela, especialmente desde su giro radical a partir del golpe del 2002, se ha presentado como una fuerza revolucionaria que busca transformar a profundidad tanto la sociedad, como la política y el sistema económico del país. Sé que hay lectores a quienes eso ya les parece una locura; si quieren dejen de leer aquí y pasen a otra columna.

Los demás lectores, a aquellos que consideran que tal vez ese tipo de procesos de transformación puedan tener validez, harían bien en reflexionar sobre un punto que no he visto discutido en todo esto: los límites del voluntarismo. Un proceso tan radical como el que plantearon en sus orígenes varios sectores del chavismo necesita altos niveles de movilización política y social. Si les parece exótico, piensen en el enorme prestigio de que gozan en nuestro medio términos como “democracia participativa” y “empoderamiento comunitario.” Ese tipo de movilizaciones pueden ser muy saludables.

Pero son un recurso escaso y hay que usarlo sabiamente. La gente no quiere estar todo el tiempo movilizada. La gente también quiere ver mejoras en su calidad de vida, dejando que los mecanismos de mercado hagan lo suyo. Cuando uno lee en estos días los pronunciamientos de los chavistas más radicales se encuentra con que, según ellos, la solución a la “guerra económica” es permanente vigilancia popular contra la corrupción, consciencia colectiva en contra del contrabando y cosas de esas, es decir, más voluntarismo, tras quince años de movilización. Fantasioso. El chavismo ha cometido muchos errores (¡así como ha tenido aciertos!). Pero tal vez el error de fondo, el que da origen a los demás, ha sido su excesiva confianza en la movilización política. Es imposible elaborar un proyecto de transformación social que requiera tener a todo el pueblo “en pie de lucha” todo el tiempo, durante décadas, aún para las cosas más sencillas como comprar harina. Como, tarde o temprano, la movilización se agota, surge un vacío que es inevitable que se llene con corrupción e incompetencia, como lo hemos visto en estos días a través de las noticias que vienen de Cúcuta.
 

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