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Tras ganar las elecciones de la capital de la República, se convirtió en la sensación política del momento.
No era para menos. Un año atrás su movimiento ni siquiera existía y sin embargo su mensaje contra la corrupción, contra los partidos tradicionales, contra las viejas prácticas clientelistas, caló hondo entre los ciudadanos que lo llevaron entusiastas al poder. Como nunca se declaró ni de izquierda ni de derecha ganó amigos y enemigos en ambos lados del espectro. Activistas, movimientos sociales, pero también empresarios y profesionales del sector privado le declararon su apoyo en forma tan clamorosa que no bien se hubo posesionado ya los analistas comenzaron a especular sobre sus posibilidades en política nacional.
No. No estoy hablando de Antanas Mockus. Me refiero a Arvind Kejriwal, el nuevo jefe de gobierno de Nueva Delhi, el fenómeno político que está cautivando la opinión pública de la India en estos días. Pero con algunos pequeños cambios, podría estar hablando de Beppe Grillo, el comediante que tiene trastornado el sistema de partidos en Italia, un sistema que con solo veinte años ya da señales de decrepitud. O, con aún más variantes, de Rosa Díez, la dirigente española que, con resultados menos espectaculares pero aún notables, sigue apostándole a que el espacio vacío entre el PSOE y el PP es suficientemente grande para su ego y para su partido UPyD. Incluso, aquellos lectores con buena memoria se darán cuenta de que podría estar hablando de Hugo Chávez modelo 98, cuando se presentó como un candidato anti-corrupción sin una agenda ideológica perfilada, antes de que los eventos del 2002 radicalizaran su gobierno.
Se trata de casos muy distintos y no es bueno confundirlos. En muchos aspectos Kejriwal está (por ahora) a la izquierda de Mockus. Le fue muy bien entre las clases populares y se la piensa jugar a fondo por el mínimo vital de agua y la rebaja de tarifas eléctricas para contrariedad de los "sesudos analistas" de la prensa tradicional. Beppe Grillo se mueve entre corrientes con una ambigüedad desconcertante que hasta ahora solo ha servido para que sigan los fétidos efluvios del berlusconismo terminal. Es muy probable que cuando se canse de la intemperie, Rosa Díez apoye al PP de derecha. Hugo Chávez da tema para toda una columna aparte.
Pero dejando de lado por un momento las diferencias, estos fenómenos políticos, y muchos otros similares en otras latitudes, tienen rasgos comunes: su mensaje central de hastío con las viejas maquinarias partidistas despierta grandes simpatías entre las clases medias urbanas que por fin pueden sentirse revolucionarias sin ser extremistas. La campaña contra la corrupción vincula a todos, a la mujer cabeza de hogar en barrios populares cansada de que depender de los logreros políticos locales para cualquier servicio social, al profesional de clase media que todas las mañanas sufre el deterioro de la infraestructura vial, al empresario pequeño, mediano o incluso grande que para cada decisión sobre su negocio tiene que lidiar con una maraña burocrática impenetrable.
Muy seguramente cuando Kejriwal escogió el nombre de su partido no estaba pensando en la historia política europea. De ser así tal vez no lo hubiera llamado el Partido Aam Aadmi (el "Partido del Hombre Común") ya que con ese mismo nombre existió en los años 40s un partido italiano de derecha que desapareció de la escena con más pena que gloria: el Partito de l'Uomo Qualunque. Pero aunque el partido desapareció, dejó un nuevo término en el vocabulario político: el "qualunquismo," es decir, el intento de movilizar al ciudadano de a pie, libre de todo vínculo ideológico, partidista o gremialista.
En todo caso, pareciera como si el qualunquismo del siglo XXI tiene más viento a favor que sus versiones anteriores. Los ejemplos aducidos muestran que, se esté de acuerdo o no con ellos, se trata de movimientos que pueden apuntarse grandes éxitos e incluso dejar huella. ¿A qué se debe este cambio? Voy a aventurar una hipótesis.
Uno de los fenómenos más persistentes de las últimas décadas en todo el mundo ha sido el declive de los sindicatos. En casi todos los países hay hoy menos obreros sindicalizados que hace treinta o cuarenta años. Las razones de este fenómeno son muchas y aún hoy son motivo de discusión pero la tendencia es incontestable.
Mi conjetura es que este hecho ha cambiado profundamente el papel de la política en las sociedades capitalistas modernas. Al declinar el papel de los sindicatos, las relaciones laborales, parte fundamental de la vida de cualquier ciudadano, dependen cada vez más del mercado laboral, es decir, de lo que el trabajador pueda negociar individualmente con su empleador en un entorno competitivo. No este el lugar para analizar en detalle las consecuencias de este proceso pero sí vale la pena destacar que en estas nuevas condiciones cambia la relación de los ciudadanos con el Estado. Si antes el Estado era, para bien o para mal, un actor clave a la hora de garantizar o conculcar derechos obtenidos en la negociación política, ahora el Estado se ve más bien como un proveedor de bienes y servicios. En una sociedad en la que el mundo del trabajo se regula como resultado de un proceso de negociación colectiva, en últimas política, los ciudadanos tienden a asociarse en partidos que fortalezcan su capacidad negociadora frente al Estado. En ese entorno, para los ciudadanos es fundamental el perfil ideológico del gobierno de turno. En cambio, si al Estado deja de ser el árbitro de tales procesos de negociación, y se le dejan únicamente las funciones de administrar escuelas, hospitales, carreteras y demás, para los individuos adquiere más importancia la eficiencia y pulcritud con que el Estado desempeñe estas tareas. Dicho en pocas palabras, la razón por la que el nuevo qualunquismo es más exitoso que el anterior es porque ahora la realidad en la que viven los ciudadanos es más qualunquista que antes; deja menos espacio para la acción colectiva, bien sea gremial o ideológica o partidista.
Respondiendo a esta nueva realidad muchos ensayistas de derecha insisten en hablar del "fin de las ideologías." Lógico. A todos nos interesa dar por terminado el juego cuando vamos ganando. Por su parte la izquierda parece un poco desconcertada y no es para menos. La izquierda del siglo XX se gestó en la lucha por el control del Estado en tanto que garante de los derechos de los trabajadores. Al cambiar la función del Estado a la izquierda le quedan dos opciones. O insiste en restaurar la situación previa o busca una nueva forma de definirse. Hasta ahora ninguna de las dos opciones ha salido bien. El dirigismo económico de la postguerra ya no va a volver de modo que la restauración del pasado parece cada vez menos viable. Pero por otro lado, la "nueva" izquierda no tiene capacidad de inspirar. No es que esté equivocada en pedir más "gasto social" o en defender causas "post-materiales" como las que tienen que ver con minorías sexuales, o derechos de la mujer. Todas estas causas son válidas. Pero, digámoslo con franqueza, no constituyen la superación del capitalismo ni nada por el estilo.
Sea cual sea la solución una cosa está clara: de nada sirve lamentarse porque se haya perdido el sentido tradicional de la política. El reto es buscarle uno nuevo.
