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Por estos días se celebra en Estados Unidos un cincuentenario tal vez tanto o más importante que el del asesinato de Kennedy, aunque menos espectacular, sin imágenes dramáticas ni trajes ensangrentados: la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1964. De hecho, los dos cincuentenarios están ligados: siendo presidente Kennedy había impulsado esta ley y en su primera alocución como presidente ante la sesión conjunta del Congreso, su sucesor Lyndon Johnson, mucho más hábil que Kennedy en el manejo de los asuntos parlamentarios, exhortó a los legisladores a que aprobaran la ley como homenaje al presidente asesinado.
La Ley de Derechos Civiles junto con su hermana, la Ley de Derecho al Voto aprobada un año después, constituyen el ataque más vigoroso desde el gobierno central al sistema de segregación racial del Sur. Consistía básicamente en una serie de regulaciones que prohibían varios tipos de discriminación racial para lo que era necesario que el gobierno federal se erigiera a sí mismo como garante de derechos que los estados del Sur habían violado sistemáticamente. Aunque aparentemente es un evento un tanto distante de nuestra experiencia en Colombia, como veremos encierra varios elementos de reflexión además de ser una buena ocasión para repasar la historia de la superpotencia en cuya órbita nos movemos.
Cincuenta años. Es decir, aún hoy hay en Estados Unidos ciudadanos que pasaron su juventud como súbditos de un régimen formalizado de segregación racial similar al del Apartheit surafricano. Más sorprendente aún, este régimen se mantuvo prácticamente intacto durante los cien años que siguieron a la derrota de los estados esclavistas del Sur con todo y que las enmiendas constitucionales que supuestamente buscaban sepultarlo se aprobaron en 1868 y 1870.
En el fervor de la victoria en la Guerra Civil, las élites políticas del Norte pensaron que tenían ahora la oportunidad de rehacer al Sur a su imagen y semejanza, como una economía capitalista moderna, sin esclavitud. Pero pronto las antiguas élites esclavistas del Sur retomaron la iniciativa en sus regiones. El resultado fue la consolidación de un régimen de partido único regional (el Partido Demócrata en el Sur) que se mantuvo en el poder durante casi un siglo gracias a su control sobre el aparato electoral y el uso de tácticas de fraude e intimidación que podían incluso superar a las que después utilizó aquel otro sistema de partido único de Norteamérica, el del PRI mexicano.
Este statu quo dual tenía sus ventajas para varios sectores tanto en el Norte como en el Sur ya que era una operación gigantesca de "dividir para reinar." Gracias a la segregación racial, la dirigencia política y económica del Sur podía proteger a sus votantes blancos más empobrecidos de la competencia económica de los esclavos libertos con lo que se evitaba tener que hacer concesiones salidas de su propio bolsillo. El desarrollo del sindicalismo estadounidense se retrasó muchísimo debido a las fracturas raciales del movimiento obrero. En más de una ocasión, trabajadores negros fueron utilizados como esquiroles para romper huelgas incluso en el Norte. Cuando se estableció el sistema de negociación salarial colectiva durante el New Deal de Roosevelt, la mano de obra rural del Sur quedó prácticamente excluida ante la creación de sindicatos blancos. Solo los sectores sindicales más militantes (generalmente de afiliación socialista o comunista) estaban dispuestos a transgredir las normas tácitas raciales e incluir trabajadores negros codo a codo con los blancos.
En cuanto al sistema de partidos, el resultado fue una situación que le debe resultar familiar a cualquier colombiano que haya mirado la historia del Partido Liberal en el siglo XX. El Partido Demócrata, el mismo que impulsaba las reformas progresistas con el apoyo de sus bases obreras y de clase media en los centros urbanos, se comportaba en el sur como el bastión de un régimen retrógrado apuntalado por el uso de aparatos terroristas de represión paraestatal como el Ku Klux Klan.
Cuenta la anécdota que al día siguiente de aprobada la ley, un amigo personal llamó a Lyndon Johnson a felicitarlo y éste le dijo: "creo que le acabo de entregar el Sur al Partido Republicano por las próximas décadas." Ese pronóstico se cumplió a cabalidad aunque con cierta lentitud. La iniciativa legislativa de Johnson rompió aquel pacto tácito entre las facciones regionales del Partido Demócrata de modo que las seccionales del Sur gradualmente se fueron cambiando de partido, incluyendo políticos de extrema derecha como Strom Thurmond o Jesse Helms que tanto daño hizo en América Latina desde su poderosa curul en la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado. De ahí que hoy en día sea el Partido Republicano el partido hegemónico en el Sur y que ocho de cada nueve ciudadanos negros voten por el Partido Demócrata al que hoy perciben como el partido del estado del bienestar, dejando para el recuerdo el pasado vergonzante de su ala sureña.
Mediante la Ley de Derechos Civiles el gobierno federal por fin se apertrechó de los recursos legales para atacar los autoritarismos regionales que habían sobrevivido a la Guerra Civil. En ese sentido es un episodio crucial en la historia de Estados Unidos, un país que desde su fundación se ha movido en medio de la tensión entre dos fuentes de poder: el poder del gobierno federal y el poder de los estados que lo constituyen. No en vano, ahora que el lenguaje abiertamente racista ya no es admisible en la esfera pública, el lema de los "derechos de los estados" funge como refugio de muchos sectores de derecha que quieren volver al pasado segregacionista o por lo menos mantener su legado el mayor tiempo posible.
Aún sin caer en la glorificación de individuos, es innegable que corresponde a Lyndon Johnson el mérito de haber actuado con una mezcla de pragmatismo y coraje que pocas veces se ve en política. Pero también conviene pensar en las distintas fuerzas que convergieron en este logro. Un lugar de honor en esta lista le corresponde a los movimientos sociales, especialmente al liderado por Martin Luther King quien por aquella época era aún considerado por muchos como un terrorista peligroso.
Por supuesto que la plena integración racial en Estados Unidos aún no se ha logrado. Pero tampoco hay duda de que la Ley de Derechos Civiles permitió avances que parecían impensables. Por ejemplo, diez años atrás la Corte Suprema había emitido su famoso fallo en contra de la segregación racial en las escuelas (Brown vs. Board of Education) y sin embargo, para 1964 el fallo era prácticamente letra muerta, ignorado por todas las autoridades competentes. Fue gracias a la Ley que la integración escolar adquirió un impulso genuino.
¿Quedan de aquel episodio algunas lecciones? Difícil decirlo ya que se trata de un proceso muy complejo. Pero puestos a especular, hay dos cosas que llaman la atención. La primera es la importancia de la transversalidad en las luchas sociales. Muy seguramente el progreso en contra de la segregación hubiera sido mucho más rápido si los movimientos sindicales no hubieran sucumbido al racismo durante tanto tiempo. La segunda es que las victorias legales, sin ser meramente simbólicas, tampoco son la solución a todo problema. Como ya vimos, la Constitución hacía ya casi cien años que había creado los mecanismos para atacar la segregación racial. Pero tratándose de un principio constitucional rechazado por actores muy poderosos, fueron necesarios muchísimos años de movilización para poderlo desarrollar. Ahora que se pone de moda de nuevo hablar de procesos constituyentes en Colombia, bien valdría la pena meditar sobre este caso.
