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Entre el Delirio y la Resignación

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Luis Fernando Medina
09 de diciembre de 2013 - 10:06 p. m.
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No es frecuente que una noticia de la sección de crímenes encierre una lección sobre historia política contemporánea.

 Pero eso parece haber ocurrido hace unos días en Inglaterra donde se vino a descubrir el terrible drama de tres mujeres que vivieron durante tres décadas en condiciones de esclavitud. Cuando la policía indagó sobre el caso descubrió que esta historia se remontaba en sus orígenes a una célula ultra-radical maoísta de los años 70s. Aún no se conocen todos los detalles pero todo apunta a que lo que en sus orígenes era un grupo político extremista se fue transformando en un extrañísimo culto.

Como observaba el siempre agudo Tariq Ali, en medio del escándalo que produjo la noticia se olvidó un detalle sobre el contexto histórico: por inverosímil que nos parezca, en los años 70s el maoísmo era una fuerza política nada despreciable en Europa. A finales de la dictadura de Franco el número de militantes en las células clandestinas maoístas era tal vez mayor que el de miembros del PSOE en España. El partido comunista francés, con todo y su significativo apoyo electoral, no pudo impedir que varios cuadros iniciaran una deriva hacia el radicalismo maoísta. Recordaba Ali que Noruega (¡Noruega!), tuvo uno de los movimientos maoístas más fuertes de Europa y que cuando murió el "Gran Timonel" unas cien mil personas (en un país con cinco millones de habitantes) salieron a las calles a expresar su dolor ante el asombro del personal de la embajada China. Incluso en la Hungría comunista un grupo de estudiantes formó una célula maoísta ante el nerviosismo de la policía política; el mismísimo Gyorgi Lukács, pontífice de la filosofía húngara, tuvo que intervenir para evitar que el asunto pasara a mayores.

Desde una perspectiva fríamente científica no es difícil explicar el crecimiento de grupos maoístas en el Tercer Mundo a finales del siglo XX y comienzos del XXI, desde el malhadado Sendero Luminoso que aterrorizó al Perú hasta las actuales guerrillas de Nepal y la India. Al fin y al cabo, la revolución china fue la más grande revolución campesina del siglo XX; no es de extrañar que encontrara eco en países con zonas rurales sumidas en la miseria. Pero el maoísmo europeo no encaja en el mismo molde. Aquellos eran países industrializados, modernos, en su mayoría democráticos, cuyas realidades tenían poco o nada en común con la de China.

No es porque Mao haya sido un líder bondadoso. Aunque más vale tomar con varios granos de sal las demonizaciones de Mao tan en boga últimamente, incluso sus más ardientes defensores reconocen que cometió terribles errores que costaron millones de vidas. Desde la cúspide de nuestra post-guerra fría todo aquello parece una descomunal locura colectiva. ¿Por qué ese fervor hacia un dirigente político de un país remoto y atrasado, culpable de algunos de los grandes desastres de nuestro tiempo?

Para acentuar aún más el acertijo, pensemos en estadistas recientes. Probablemente el líder latinoamericano de más resonancia mundial en los últimos años haya sido Hugo Chávez. Pero aunque su imagen aún goza de prestigio en ciertos sectores populares, no causa el fervor que en su tiempo producía Mao. Chávez cometió muchos errores durante sus años en el poder pero su balance es muchísimo menos trágico que el del líder chino. Aún así, todo escritor respetable (incluido, por supuesto, mucho ex-maoísta) condena a Chávez al escarnio perpetuo porque la inflación venezolana sobrepasa el 50% mientras que hace unas décadas la hambruna del Gran Salto Adelante o el caos de la Revolución Cultural no eran obstáculo para gritar las consignas del Presidente Mao.

Se me ocurren dos explicaciones y tal vez ambas sean ciertas a la vez. La primera, que podríamos llamar "ortodoxa," es que simplemente el mundo escarmentó después de 1989. Tras el colapso del comunismo ya nadie cree en la colectivización forzada, en la planificación central, en el sistema de partido único o cosas de esas. Ahora todos somos liberales, demócratas. Algunos en el centro-derecha, otros en el centro-izquierda pero todos somos acérrimos defensores de los derechos humanos, del libre mercado, de la propiedad privada y de los antioxidantes. De hecho, esta es la versión que ofrecen muchos ex-maoístas.

Pero los historiadores saben que a veces los testimonios de los participantes no son la única verdad posible de manera que vale la pena considerar que tal vez para millones de personas en el mundo el maoísmo, lo mismo que el castrismo, el guevarismo, o antes el stalinismo no eran doctrinas políticas como las entendemos hoy en día, no eran manifiestos detallados con una lista clara de planes y programas. Más bien, eran un símbolo al que, en forma análoga a lo que ocurre con una obra de arte, el espectador dota del significado que quiere.

Muy seguramente, de haber tenido la oportunidad, los maoístas noruegos no hubieran colectivizado la agricultura de su país así como muy seguramente sus similares en Francia no hubieran diseñado un plan para producir acero en cada barrio (especialmente porque Francia ya era un productor de acero de alta tecnología). Pero es que esos eran detalles irrelevantes ante la posibilidad tangible de que todo el orden económico y social que los rodeaba pudiera ser transformado mediante la acción política. Su maoísmo no consistía en seguir de cerca las ejecutorias del verdadero Mao Tse-Tung y mucho menos en querer repetirlas sino más bien en usar el simbolismo de Mao para invitar a la acción.

Según esta explicación, la diferencia entre ambas épocas radica precisamente en el hecho de que la idea misma de acción política ha cambiado. No son necesarios símbolos que aglutinen y motiven a los individuos porque en las democracias modernas no se trata de transformar las instituciones sino de elegir a quien las gestione mejor.

Si esto es así, nuestro fervor democrático colectivo es un intento de hacer de la necesidad virtud. De pronto es que resulta más fácil rendirle culto a las reglas del juego cuando el juego mismo entraña pocos riesgos. Si al fin y al cabo cualquier gobierno va a hacer más o menos lo mismo, es estúpido que nos matemos por escoger uno u otro.

Ya había escrito los párrafos anteriores cuando me entero de la muerte de Nelson Mandela, posiblemente el último estadista capaz de tener un status simbólico global. Los tributos póstumos que se le han rendido refuerzan las ambivalencias que acabo de expresar. Sin duda, Mandela fue un gigante histórico, un gigante cuya figura se encuentra acaballada sobre dos siglos, un luchador por la libertad, la justicia y la igualdad producto del Tercer Mundo de finales del siglo pasado, pero a la vez un estadista moderno, a tono con la globalización económica del nuevo siglo. Si ahora se inclinan ante su tumba figuras como George W. Bush o Tony Blair es precisamente porque para adaptarse a los nuevos tiempos y ser él también un buen gestor, tuvo que ver frustrado su propósito de sacar a Sudáfrica de la desigualdad económica tan lancinante en que vive.

Así, en una misma semana, Londres y Johannesburgo nos muestran los peñascos contra los que puede estrellarse la imaginación política de nuestro tiempo: o bien el delirio absurdo, criminal y en últimas inútil de las sectas obnubiladas o bien la abdicación ante las injusticias, aquel pragmatismo que tanto se parece a la impotencia. ¿Será que no hay un camino intermedio?

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